Hace justo un año, la Canciller alemana tomó la decisión de admitir en su territorio a un millón de «refugiados»; lo hizo sin encomendarse a Dios ni al diablo, sin consultar a sus conciudadanos y ni siquiera a sus socios de gobierno, en un ejemplo típico de lo que Max Weber categorizó como «ética de la (buena) intención» (Gesinnungsethik) contraponiéndola a la «ética de la responsabilidad» (Verantwortungsethik). Pues bien, ayer domingo, su partido (CDU) cosechó una derrota histórica en Mecklenburg-Vorpommern al quedar, con el 19 % de los votos, por detrás del partido (supuestamente derechista) Alternativa para Alemania (21 % de votos) y perder una sexta parte de sus antiguos votantes, el mismo porcentaje que su socio de gobierno, la SPD. Si se tiene en cuenta que ese Land ha sido de los menos afectados por la llamada «crisis de los refugiados» y uno de que los mejores resultados puede mostrar en materia de descenso del paro y aumento de la actividad económica, ya puede uno pensar en lo que va a cosechar la señora Merkel en el futuro en otros Länder más afectados, por no hablar de en unas elecciones generales.

Se cumple así un fenómeno postulable a otros países europeos, incluido el nuestro: el de la irrupción de formaciones políticas inexistentes hace menos de cuatro años. La AfD (Alternativa para Alemania) celebró en Berlín en 2013 su congreso fundacional, Podemos lo hizo en enero del 2014 y Ciudadanos irrumpió a nivel nacional en las elecciones de diciembre del año pasado. Todo lo anterior induce a pensar que en Europa nos hallamos ante un cambio de ciclo que los partidos tradicionales se niegan a aceptar en un ejercicio de miopía política sorprendente, ya que los nuevos partidos se nutren de sus antiguos votantes mientras los tradicionales pretenden ningunearlos empeñados en lo que parece un suicidio político a medio plazo. El SPD (Partido socialista alemán) ha perdido en Mecklenburg-Vorpommern el mismo número de votantes que el CDU y los antaño influyentes Verdes (»Grünen») están por ver si superan el umbral del 5 por ciento de votos que antaño superaban ampliamente; de momento, parece que les falta una décima.

Estremece constatar cómo las viejas formaciones, sean estatales, de partido, sindicales o patronales, siguen resistiéndose a admitir un hecho evidente: que los tiempos cambian y que, si no lo hacen, acabarán barridas por la dinámica histórica. No es posible seguir propugnando políticas periclitadas que carecen de utilidad en contextos sustancialmente diferentes a los que las hicieron posibles. Mientras esto sucede en la vieja Europa, en otras zonas del mundo se aprovecha el cambio de escenario para aventajar a quienes piensan que el inmovilismo garantizará su antigua superioridad. Como advierten los folletos de muchos productos financieros «las rentabilidades pasadas no garantizan las futuras».