El pasado día 16 se celebró en Bratislava una cumbre informal de la Unión europea cuya finalidad principal era dar una imagen de unidad reforzada tras el Brexit; Merkel y Hollande comparecieron para hablar «del espíritu de Bratislava», algo que se encargó de desmentir Renzi vehementemente al decir que más que de espíritu cabía hablar del «fantasma de Europa»; por su parte, el portavoz del llamado «grupo Visegrad» (formado por Hungría, Eslovaquia, Polonia y la República checa) lamentó que no se hubiera logrado modificar la política de inmigración de Bruselas, rechazando expresamente el reparto de refugiados y exigiendo que los países que mejor aseguraran sus fronteras fueran los que menos contingentes deberían admitir en sus territorios. En cuanto a la cacareada cooperación reforzada en materia de Defensa, convendría tener en cuenta la advertencia británica de los riesgos y contradicciones que conllevaría una duplicidad de funciones con la OTAN.

La deriva de la Unión europea es patente y se revelará fehacientemente en las negociaciones para la salida «ordenada» del Reino Unido en los próximos años. Basta señalar que hay un millón de ciudadanos de los países del grupo Visegrad viviendo en el Reino Unido y si su futuro es incierto, lo cierto es que dichos países vetarán cualquier acuerdo con el Reino Unido que ponga en peligro su permanencia en aquel país.

En mi opinión, los males de la Unión provienen de dos errores históricos: la introducción del euro y la ampliación a los países del Este.

La pretensión de introducir una moneda común a una Unión de países con sistemas fiscales y grados de desarrollo económico diferentes fue un ejercicio de voluntarismo cuya finalidad última era acelerar la unión política. Conviene recordar que desde que Italia se unificara en 1860, el Sur ha estado deprimido, con su industria arruinada y su agricultura en declive, un fenómeno similar al de la actual Grecia, cuya población activa está en su nivel histórico más bajo desde que adoptó el euro. Además, el problema de compartir moneda con un Estado al que no controlas es que puede llevar a cabo políticas que la menoscaben. Para colmo, ya desde un principio accedieron a la moneda única tres países cuya proporción de deuda sobre el PIB excedía con mucho el 60 % fijado por el Tratado de Maastricht: Italia, Bélgica y Grecia; como remate, nada se previó sobre una unificación de normas fiscales.

La ampliación a los países del Este se debió a una conjunción de factores políticos (el antirusismo trasnochado de muchos dirigentes) y económicos (el interés de Alemania en consolidar su zona de influencia). Cualquiera que conozca mínimamente la complejidad de los mecanismos de toma de decisión en Bruselas comprenderá que la ampliación añadió leña al fuego a esa Unión ficticia, aunque teóricamente consagrada, de países desiguales.

La Unión europea se enfrenta a tres posibles escenarios: continuar como hasta ahora, que es el preferido de la burocracia de Bruselas, reformarse a fondo o desintegrarse. Lo menos que puede pasar es que se asista al nacimiento de una Europa a dos velocidades.