Si fuera un golpe de Estado, estaría dirigido por un sargento chusquero. Así lo ha retratado Josep Borrell. Imposible mejorarlo. La chapuza de los golpistas ha sido tal que si éstos son la alternativa a Pedro Sánchez el PSOE está acabado. Fue un golpe porque se intentó por vía bastarda forzar la norma –a través de la dimisión en comandita de la mayoría de la comisión ejecutiva– con el objetivo de derrocar al secretario general. Y estuvo tan mal ejecutado que la víctima no sólo aguantó la embestida sino que, chulo él, literalmente puso de patitas en la calle a los golpistas. Como colofón de la rabanera revuelta, los rebeldes desplegaron sus voceros por radios y televisiones ya entrada la noche para proclamar, invocando una previsión estatutaria que no existe –que las dimisiones conllevan una comisión gestora–, que los derrocados no eran ya dirigentes a pesar de que éstos los habían ridiculizado. Ah, y que por supuesto perseguían, como siempre dicen todos los golpistas, el interés general. Vaya lerdos. Empero hay que reconocer que las habas también se cuecen en el otro lado. El gran líder de sí mismo no tiene más ideología que la ambición, más principio que deleitarse con lo que ve en el espejo cada mañana y su insustancialidad le lleva a ser incapaz de concretar nada, gracias a todo lo cual pasa del discurso de radicalidad izquierdista a pactar con la derecha de pulsión ultra y antiautonomista de Ciudadanos para acabar amagando con negociar con los independentistas, amén de fajarse con la irresponsabilidad mayestática para que nadie le pida cuentas de los menguantes resultados. Fascinante y desastroso. En el PSOE no hay lucha ideológica sino por el poder. Pero hay que constatar que juega un interés ideológico externo. La coalición del Ibex 35 -Borbón, banca, corporaciones, PP y asimilados- animó el golpe desde el momento en que entendió que Sánchez no iba a hacer de ningún modo presidente a Rajoy y que intentaría un gobierno con Podemos y los nacionalistas, lo cual es intolerable para ellos porque todo tiene un límite, y la democracia también, claro está.