La tasa de paro en el Reino Unido no llega al cinco por ciento, mientras en España anda por el 20% y en Balears, donde tocamos las castañuelas todos los días por nuestra espléndida posición, vamos por el 13 % en plena temporada turística alta. Conociendo estos datos uno se pregunta por qué le preocupa tanto a la nueva primera ministra británica que haya extranjeros –muchos– trabajando en su país. Parece que el triunfo del ‘Brexit’ también tiene relación con esto, porque los británicos creen que seguir en la Unión Europea significa abrir las fronteras a millones de nuevos inmigrantes atraídos por su bajísimo nivel de desempleo, sí, pero sobre todo por sus generosísimas políticas de bienestar social. Ante esta situación, el Partido Conservador se plantea poner límites a la contratación de extranjeros e incluso penalizar a quien lo haga, especialmente si son puestos de trabajo ‘adecuados’ para los nacionales. ¿Eh? Lo de siempre. Recuerdo cuando aquel loco noruego disparó a mansalva contra jóvenes inmigrantes que disfrutaban de un campamento de verano. Sus motivaciones eran exclusivamente racistas. Y en aquel entonces escuché argumentos como éste: «No es raro que a los nórdicos, tan rubios, tan altos, tan guapos, les moleste la invasión de toda esta gente de otras razas». ¡Vaya! En pleno siglo XXI. La pega a este argumento es que las noruegas, tan altas, tan rubias y tan guapas, no quieren limpiar váteres ni cambiar los pañales de los ancianos ingresados en sus residencias, ni los noruegos quieren recoger basura y limpiar alcantarillas. Los ingleses, tampoco. Ni nosotros, que ya nos hemos subido al carro del primer mundo. Por eso abrimos las puertas a la inmigración, porque la necesitamos egoístamente. Si el contribuyente británico cree que se riega con demasiado dinero público a los extranjeros, eso ya es otra historia. Y cambiarla está en manos del gobierno de Theresa May.