Una cosa es gobernar, escribió hace unos días Juan Mestre, y otra cosa muy distinta el postureo. Hoy vivimos en la realidad virtual de la política, o sea en una irrealidad política, porque una cosa es lo que se dice (postureo) y otra bien distinta lo que se puede hacer con el agujero negro que hay en las cuentas públicas. España es muy rica, pero en emisión de deuda y en alimentar chupópteros de toda laya: desde Bárcenas hasta el que hace solo 12 peonadas y vive del cuento el resto del año. De modo que tenemos a un montón de charlatanes diciéndonos que van a hacer muchas cosas y ellos saben que no harán ninguna porque no hay pasta, salvo que su berraquería les lleve a desestructurar la sociedad entera y a cargarse hasta el apuntador: y eso sí que debería preocuparnos. Nos tienen todo el día mareados con su política de gestos de redes sociales que consiste en estar permanente calificando de facha al contrario (demuestran así que ellos no lo son) y en decir muchas cositas buenas que no se van a poder hacer ni aunque fuéramos el país más rico del orbe. El buen político es el que arma leyes para resolver los problemas concretos y apechuga con lo se dispone, no el que anda encendiendo las cabezas de los incapaces de discernir barruntando moralidades unas veces chuscas y otras veces tan evidentes que dan grima. Hay una escena de La colmena en la que Resines y el gran actor Rafael Alonso son gays —en una sociedad tan gris como la franquista de la posguerra— y se van a los billares a «hacer posturitas», y con eso tienen que conformarse porque están socialmente asfixiados. Y eso es lo que hacen hoy muchos políticos, posturitas, pero a diferencia de Resines y Alonso, las hacen porque ellos no dan más de sí. Todo el mundo puede hacer posturitas, las hace cualquiera: ser un buen político, eso ya es otra cosa.