La madrugada de Todos los Santos ha sido tomada por una banda de zombis que beben vodka en latas de gasolina. Es un atentado estético, una moda aberrante promovida por publicistas yanquis que harían bostezar de aburrimiento a las once mil vergas del irreverente Apollinaire.

Esta tradición sajona de Halloween que arrasa entre la juventud latina es en realidad una conmemoración celta, la noche de Sanheim, que simboliza el final del verano y el inicio de la oscura etapa invernal. Y tal como aparece el espectral panorama sociopolítico, lo mejor será invernar en buena compañía, sobre una piel de oso al pie de la chimenea y una botella de brandy a mano.

Pero ¿por qué el aburrido disfraz de zombi predomina durante esta mágica noche? Desvela una epidemia de vulgaridad, pues el zombi es una criatura sin interés alguno ya que carece de cerebro y corazón. Es el esclavo salido del molde totalitarista, enemigo de todo individualismo y poesía vital.

Persona en latín quiere decir máscara, con lo cual somos clásicamente unos impostores en el teatro de la vida. Pero hasta en la mascarada hay que tener talento y cierto sentido de la belleza, como podían tener los druidas, hadas, magos y hechiceras de la mitología celta, con sus danzas alrededor de un roble y potentes filtros amorosos que desafiaban cualquier convencionalismo.

Pero hoy muchos no se atreven a soñar y prefieren disfrazarse de brutos lacayos propios de una aburrida película de serie B. ¡Qué barata decadencia!