Hace no muchos días, cuando volvía a casa después del trabajo, me encontré por la calle a una señora mayor en bata y zapatillas de estar por casa y con un manojo de llaves en la mano. Con cara de apuro, la señora me paró y me preguntó si vivía por la zona. Le contesté que no en esa calle exactamente, pero sí cerca y que si la podía ayudar en algo. En realidad, resido a unas cuatro o cinco calles de donde estaba la señora, pero siendo las nueve y media de la noche y casi sin un alma por la calle me dio un tremendo apuro dejarla sola porque la vi realmente preocupada. Ella, con ojos vidriosos y mucha vergüenza, me dijo que sí que la podía ayudar, que había bajado a dar una vuelta y se había desorientado. Ella sabía que vivía cerca, pero no atinaba a recordar cuál era su portal ni el piso. Y tampoco recordaba en ese momento el nombre ni el teléfono de ningún familiar al que poder llamar. Le ofrecí mi brazo y, con paciencia, fuimos dando un paseo calle arriba, calle abajo para ver si recordaba el número en el que vivía. Una chica que nos vio pasar saludó a la señora y entonces le pregunté si conocía en qué portal vivía esta vecina. Finalmente, esta señora llegó a su casa sana y salva. El alzheimer es una enfermedad silenciosa que puede empezar por pequeños olvidos en el día a día a los que no damos importancia, pero que con el paso del tiempo vuelven a las personas muy indefensas y vulnerables. Hay que prestar atención a estos pequeños despistes de nuestros mayores porque pueden ser síntomas reveladores de esta enfermedad. Perderse en lugares familiares o desorientarse en el tiempo, por ejemplo, son dos síntomas iniciales de esta enfermedad. Y, sobre todo, no hay que dudar en pedir ayuda en cuanto se detecten.