La muerte de una niña de doce años tras emborracharse hasta el tuétano en un botellón de pueblo ha provocado la reacción de toda clase de expertos, que achacan el fenómeno a mil causas que, en el fondo, demuestran lo equivocado del diagnóstico y, por ende, la imposible eficacia del tratamiento. Todos hemos sido jóvenes, hemos bebido alcohol y sabemos cómo funciona esto. Uno de esos expertos aseguraba que los padres tenemos que enseñar a nuestros hijos a decir que ‘no’ cuando alguien les ofrezca una copa. Pero los padres también hemos sido hijos y sabemos que al hacer eso el chaval se convertirá en el único pringado de la cuadrilla que se queda fuera de la fiesta. Otro aseguraba que hay que evitar el alcohol porque es la puerta de entrada a otra clase de drogas más peligrosas. Nuevo error. El alcohol es en sí mismo una droga peligrosísima y basta conocer a un alcohólico para darse cuenta. Y no, del cubata no se pasa al porro necesariamente, ni de ahí a la heroína. Son procesos independientes que a veces convergen –cuando el individuo tiene una personalidad adictiva– y otras veces no. Por encima de todas esas consideraciones equivocadas está la realidad, que nos dice que este país tiene la mayor densidad de bares del mundo, que todo en nuestra sociedad invita a beber alcohol y que la mayor parte de esos niños conviven con botellas de alcohol a diario en casa con total naturalidad. Beber alcohol nunca ha estado mal visto, al contrario, se considera condición sine quanon para socializar, para divertirse, para ligar y hasta para bailar. No concebimos la fiesta sin alcohol y eso es parte de nuestra cultura. Ahora ve a decirle a la niña que diga que ‘no’.