Un amigo teutón me reconoció ayer que estaba civilizándose. La soledad otoñal en que ha sido abandonado por su novia y el vislumbre del sagrado dolce farniente le han resucitado. Ya no exige puntualidad e incluso asiste a clases de yoga impartidas por una mujer voluptuosa (a cuyo lado ningún hombre de naturaleza sanguínea podría relajarse); ha desertado de los esclavistas horarios de sus latitudes y es capaz de llamar cagaprisas –que en alemán suena mucho peor– a sus compatriotas cuando pretenden tener en las Pitiusas la misma filosofía que en Hamburgo.
Aquí el tiempo tiene otra dimensión. «¡No hay nada qué hacer!», protestan los cabestros sin imaginación. ¡Chorradas! Es el momento más feliz para la mayoría de indígenas porque pueden disfrutar de la isla. De pronto descubres lo atractiva que es esa vecina que no distinguías en el atestado verano, te sumerges en la aventura de la lectura, conversas frente a una hipnótica chimenea o haces el amor sobre una piel de oso mientras la lluvia golpea en los cristales; redescubres otra música diferente al repetitivo sieg heil de los pinchaelectrónicos, paseas por Es Amunts encontrando las fuentes de la vida, nadas en calas solitarias y bailas un sirtaki desnudo en la orilla, sales a los bares en busca de un placer inesperado y encuentras en la barra a alguien tan deseoso de conversación como tú mismo.
Por eso es bueno arrojar el reloj desde los acantilados de Aubarca y marcar tus propios tiempos. ¿Cambio de hora? Es realmente un cambio de vida.