La victoria de Trump en las elecciones estadounidenses pone de manifiesto no sólo el movimiento pendular de las masas, siempre tan moldeables, por ejemplo en Rusia --los mismos que eran estalinistas hoy llenan las iglesias--, sino también indica la responsabilidad que tienen los políticos demócratas y el gran daño que estos pueden hacer a la sociedad cuando pervierten el menos malo de todos los sistemas políticos. En España tenemos un caso de libro sobre este asunto: se proclama una República moderada (la de Marañón, Ortega y Gabriel Maura, la de la Institución Libre de Enseñanza), los políticos republicanos no están a la altura, el sistema se radicaliza y sovietiza y aparece un salvapatrias llamado Franco. Actualmente, aunque más edulcorado, pasa lo mismo: el desencanto que transmite la casta política, sus corruptelas, emails y alejamiento de la gestión de la realidad, propicia la aparición de personajes como Trump, Le Pen o Pablo Iglesias, personajillos que a golpe de grandes palabras de buenísimo huero y de malismo malo se van haciendo con el poder. Es verdad que muchas veces por la boca muere el pez y una vez en la poltrona, el político salvaje, o que se va a comer el mundo, se suele moderar e incluso ajustarse la tuerka y volverse casi normal. Como botón de muestra tenemos el caso de Obama: tras ganar el Nobel sin merecerlo ha sido un presidente de Estados Unidos calcado a los anteriores, Es probable que a Trump le pase lo mismo y todo quede en una fuerte personalidad de karaoke (estilo Yeltsin) mientras en las alcantarillas de House of Cards se cuece más de lo mismo. Además, el Vaticano y EEUU funcionan igual, por eso duran tanto, a un jefe supuestamente progresista le sucede otro conservador, a un negro un blanco, y así parece que algo cambia para que nada cambie.