En 2013 la compañía sueca H&M decidió que el salario de los obreros chinos de sus fábricas era demasiado alto –alcanza los 300 euros mensuales– y se planteó trasladar la producción textil a Etiopía, un país estable donde un trabajador gana 50 euros al mes. No fue la única, otras empresas han seguido su ejemplo. El objetivo es ganar aún más dinero. Y es el norte de todos los empresarios del mundo. Lógico, es su trabajo. Pero detrás de este tipo de decisiones empresariales basadas única- mente en aumentar las ganancias se queda un rastro interminable de fábricas que cerraron hace años en Europa y Estados Unidos, de personal que perdió su empleo, su salario y su futuro para entregárselos a otros. Cuestiones que, al parecer, les importan muy poco a los grandes industriales, ávidos de globalización y de libertad de movimiento para las mercancías. Y ahí aparece Donald Trump, hablándoles a millones de norteamericanos de recuperar la grandeza que una vez tuvo América, cuando aún había fronteras y aranceles. Un discurso que a nosotros nos suena a chino, que no conecta con nuestra manera de pensar, pero que allí encaja como anillo al dedo. Frente a una Hillary Clinton a la que identifican con la élite bancaria y la política profesional –esa sensación de inmunidad y privilegios sin haber currado de verdad nunca–, el magnate habla de abrir fábricas y crear empleo para los norteamericanos de a pie, sean de la raza que sean, si son legales. De esos que hace unos años fabricaban cosas que hoy se importan a bajo precio desde China o India, países que económicamente podrían en un futuro cercano hacer sombra a la gran potencia.