Un librillo titulado, modesta pero certeramente, «Petita història de Catalunya» destinado a los niños de la gran nación hoy todavía sin Estado, ofrece un mapa del Imperio romano catalán que, humildemente, no incluye la Península itálica, tal vez porque, como es sabido, comparado con la gloria y esplendor de lo catalán, lo romano fue de mucha menor entidad; sin embargo, hay que decir que, para cubrir las formas y no herir susceptibilidades, la parte occidental del Imperio (la fetén) le suministró a la oriental tres magníficos emperadores: Trajà, Adrià y Teodoç; de Santiponç los dos primeros y de Coca el tercero; no contenta con esto, también le proporcionó figuras muy destacadas en el campo de la cultura como Senech y Marjal, éste discípulo del primero. La parte occidental del Imperio siempre se caracterizó por su seny y modestia, hasta el punto de que la famosa Barcino nunca pasó de ser un villorrio sin mayor transcendencia, lo que da idea de la grandeza de ánimo del Imperi. También en el ámbito de la arquitectura contribuyó nada menos que con Gaius Magnus, constructor del Acueducto de Segovia e ilustre antepasado del malhadado Antonio Gaudí el Atranviado.

La caída del Imperi Romà català a manos de las bárbaras hordas nórdicas no alteró la sempiterna vocación imperial de Catalunya sino que se limitó a transformarla, de manera que, perdida la vastísima parte oriental del Imperi, pasó a ser únicamente catalán y como recordó un reciente emperador de bolsillo llamado Jordi Pujol ante unos estupefactos embajadores extranjeros, los peces del Mediterráneo lucieron orgullosamente las barras rojas y amarillas del gran Imperi que, impertérrito, siguió alimentando en su seno a grandes figuras del arte y la literatura universal como Servanteig de Sa Vedra, Llop de la Vega, Sant Joan de la Crèu, Santa Teresa de Vila, Cristòfol Colom y a tantos otros que no viene al caso mencionar.

Por desgracia, hoy queda poco del esplendor del pasado; llegó un monarca gabacho llamado Felipe y se lo cargó casi de un plumazo, sin mucho esfuerzo y menos resistencia; pero lo que el pérfido franchute no podía sospechar es que a principios del siglo XIX se inventaría algo llamado nacionalismo que medio siglo más tarde haría surgir un glorioso movimiento llamado Renaixensa que fue al Renacimiento lo que una marejada es a un tsunami pero que sirvió para tratar de resucitar el miniimperio de la ruinas olvidadas del gran Imperi Romà català.

En su obra «Nations and Nationalism» de 1983, el mayor estudioso del tema, Ernest Gellner, afirmó que «algunas naciones poseen ombligos antiguos y genuinos, algunas los tienen inventados para ellas por su propia propaganda nacionalista y algunas carecen por completo de él» y critica la peregrina idea según la cual «de la misma manera que toda muchacha debería tener un marido, preferiblemente el suyo propio, también cada cultura debería tener un Estado, preferiblemente el propio».

Es patético contemplar cómo personas adultas y supuestamente responsables utilizan cualquier expediente a su alcance para falsificar la Historia sin ruborizarse. Sin duda debe ser porque su vileza no les impide haber asimilado lo que tan sabiamente enseña el Quijote, a saber, que la Historia es «la madre de verdad» y no al revés. Y así van recitando «el necio cacareo de un gallo sobre la propia pila de estiércol» (Aldignton), de victoria en victoria hasta la derrota final siempre pospuesta, que iniciará un nuevo ciclo de victorias … et ita porro, que, para víctimas de la LOGSE y más de una figura de nuestros intelectuales a la moda, significa en latín: «y así sucesivamente».