La noche antes de que en casa celebráramos las matances (para mí eran una auténtica fiesta) nunca conseguía pegar ojo. Mi abuelo Toni había estado toda la tarde afilando las cutxilles en su antiquísima y enorme pedra d’esmolar, buscando las tosques para la hora de quemarle el vello al cerdo y limpiando junto a mi abuela Antònia la capoladora y los llibrells imprescindibles para elaborar el embutido. Me encantaba ver sentados en la mesa y desayunando bunyols, chocolate y frutos secos a vecinos y familiares después de matar al animal que durante meses mi abuela había cuidado con dedicación y devoción. Aquel debía ser el único día del año que no me costaba levantarme temprano. Quizás porque sabía que vería a mi padrino Pedro, a quien tanto admiro. O a nuestros vecinos de Ca s’Hereva, con quienes mi familia ha convivido codo con codo durante muchísimos años en un rinconcito de la vénda de Cas Vidals. La escarcha en la hierba propia del invierno ibicenco, el olor a leña quemando el caldero para las butifarres o las sonrisas y anécdotas de los matancers mientras troceaban con cuidado al animal son recuerdos que nunca olvidaré. De niño llegué a fantasear con que algún día imitaría a mi abuelo y sería yo quien le asestaría la cutxillada mortal al cerdo, pero cuando tuve la edad para empuñar el arma y el ganxo en casa ya se habían hartado del enorme trabajo que supone organizar un evento de este calibre para que después el médico les prohibiera la sobrassada. Para mí, las matances suponen el ejemplo perfecto de lo mejor de la sociedad ibicenca: esfuerzo, lucha, trabajo en equipo, sentido del humor y germanor. Ingredientes que nunca deberían faltar en nuestras casas.