En este cuarto y último domingo de Adviento se nos relata el nacimiento de Jesús a través del profeta Isaías ( Is, 7,14).
Contemplamos tres acontecimientos: a) Jesús es el descendiente de David por la vía legal de José; b) Maria es la Virgen que da a luz según la profecía; c) el carácter milagroso de la concepción del Niño sin intervención de varón.
San Mateo narra cómo fue la concepción de Cristo. Todo lo relacionado con el nacimiento de Jesús es algo verdaderamente asombroso, misterioso y divino. San José consideraba santa a su esposa no obstante los signos de su maternidad. Se encontraba ante una situación inexplicable para él. Con el fin de evitar la infamia pública de María, decide dejarla privadamente. Causa admiración el silencio de María. Su entrega a Dios hace que no manifieste y que oculta el profundo misterio. El ángel recuerda a San José que no tema recibir a María su esposa, pues lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo.
De todos modos hemos de reconocer la magnitud de la prueba a la que Dios sometió a estas dos almas santas de José y María. Se trata de un hecho inexplicable por razones humanas. No nos debe extrañar que también nosotros seamos sometidos a veces, a lo largo de la vida, a pruebas duras. Dios, en el momento oportuno ilumina al hombre que actúa con rectitud y confía en el poder y sabiduría divina ante situaciones que superan la comprensión de la razón humana. Jesucristo, único Señor nuestro, Hijo de Dios, cuando tomó por nosotros carne humana en el vientre de la Virgen, fue concebido no por obra de varón, como los demás hombres, sino sobre todo el orden natural, por virtud del Espíritu Santo.