Viajo mucho y siempre procuro adaptarme a los sitios a los que voy. Una de las cosas que haces cuando viajas o te instalas en otro país es intentar amoldarte a las costumbres del sitio que quieres conocer o al país que tiene la gentileza de darte un trabajo. No vas a otra civilización a violentarla o a convertir en verdad el libro Sumisión de Houllebecq. Lo lógico es que si ves un conflicto entre tu religión y el país a emigrar, pues te quedas en tu pueblo, no te vas al extremo contrario a complicarte la vida. Si vas a una mezquita en Konia o en Samarcanda no entras con tacones lejanos, te quitas los zapatos y entras en calcetines o descalzo. Si entras en un templo sintoísta de Japón no haces ruido. Si entras en una iglesia en España no enseñas las tetas, aunque aquí si dejamos que eso pase y que por hacer eso no pase nada. En la playa es otra cosa, las tetas son bien recibidas. Si vas a Inglaterra conduces por la derecha. Si estás en la España del Siglo de Oro no te puedes cubrir la cara con la capa. En los siglos XVI y XVII las mujeres llevaban una pañoleta que les abrigaba los hombros y en invierno un manto de lana o paño, no podían llevar mucho escote porque eso estaba prohibido y solo permitido a las meretrices. Si vas a Chichicastenango no te dedicas a hacerle fotos a los mayas que están haciendo con cocacola un rito de sincretismo católico-indígena. Si estás en el territorio del ejército islámico no se te ocurre ponerte a rezar el rosario. Y todo así de fácil, o así de difícil: tú mismo.