Jesús, el Divino Maestro de todos los hombres nos enseña el valor perenne del Antiguo Testamento, en cuanto que es palabra de Dios. La ley promulgada por medio de Moisés y explicada por los Profetas constituía un don de Dios para el pueblo, era como un anticipo de la Ley definitiva que daría Jesucristo. Como definió del Concilio de Trento, Jesús no sólo es nuestro Redentor, en quién confiamos, sino también nuestro Legislador, a quién debemos obedecer.

No penséis, dice Jesús, que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles su plenitud. Para los escribas y fariseos, la Ley se reducía al cumplimiento exacto y minucioso, pero exterior, de los preceptos. Se había convertido en una garantía de salvación del hombre ante Dios.

Con este modo de concebir la justificación ya no es Dios en el fondo quien salva, sino el hombre quién se salva por las obras externas. La falsedad de tal concepción queda patente con la afirmación de Cristo. La justificación o santificación es una gracia de Dios, a la que el hombre sólo puede colaborar por su fidelidad a esa gracia. Jesús lleva a su plenitud la Ley de Moisés, explicando con profundidad el sentido de los mandamientos.

Al hablar Jesús en primera persona expresa que su notoriedad está por encima de la de Moisés y los Profetas. Jesús posee la autoridad divina. El que me ve a mí, ve la Padre. Nadie va al Padre sino por Mí, dice Jesús.