Para los connaisseurs pitiusos la temporada de justo antes de la invasión turística supone un placer divino. Bailas un sirtaki desnudo bajo el sol en orillas auríferas, escuchas el vals de las olas sin atroces altavoces electrónicos, te bañas en una playa solitaria que jamás frecuentarás durante el atestado estío, paseas por los campos orgiásticos, echas una siesta pánica en un lecho de orquídeas y cabalgas soñando raptar alguna indómita amazona (aunque algunos tímidos jinetes aficionados al Dry Martini, en analogía erótica-alcohólica, rezan que una teta es poco y tres, demasiadas).

Pronto Ibiza y Formentera despertarán de su balsámico letargo invernal y, con la llegada de los bárbaros –una solución económica, después de todo— la actividad se hará frenética. Se volverá a hacer caja y a protestar, habrá escándalo y excesos, inauguraciones, pintadas contra los bárbaros y propaganda comercial, ordenanzas violadas, sueños cumplidos e ilusiones perdidas, rebaños de clubbers y hippies perdidos, algún aficionado a la cultura, el transporte público mostrará tanto deficiencias como la solidaridad del autoestop (háganse con una yegua caprichosa, es la única forma de burlar el alcoholímetro)…

Pero todavía nos queda esta época dorada y el que no la goza es un mostrenco. Bendito ciclo estacional (doce agostos seguidos serían una pesadilla) marcado por el clima y las obligaciones laborales.
El negocio es la negación del ocio, pero estas islas fenicias se enriquecen con los bárbaros que no se atreven a soñar que el mejor trago se apura aquí y ahora. Es la solución Kavafis.