Cuando yo era estudiante nos enseñaban que en el comunismo la propiedad privada desaparecía y todos los bienes pasaban a manos del Estado, que luego hacía con ellos un reparto social. Por el contrario, en el capitalismo la propiedad privada era lo más sagrado y el Estado sólo podía arrebatártela mediante expropiación para el bien común y pagando, por supuesto. Ahora las fronteras que entonces estaban tan claras resultan más difusas. Uno pensaría que en un sistema capitalista y consumista como el nuestro la propiedad privada sigue ahí, como el pilar fundamental de la economía, puesto que todo lo que hacemos se basa en comprar y vender. Pero resulta que no. Porque hay quien compra y, a nada que se descuide, sus títulos de propiedad se los lleva el viento, porque unos jetas han decidido quedarse a vivir en su casa. Basta pegarle una patada a la puerta, meter cuatro cosas y a vivir. Claro que el dueño debe seguir pagando la hipoteca y los gastos corrientes, no vaya a ser que si se cabrea y da de baja la luz y el agua, el pobre okupa se sienta acosado y llame a la policía. A este extremo de gilipollez hemos llegado en este país. La víctima mediática más reciente ha sido una vecina de Mallorca, que ha visto su casa asaltada por una pandilla de sinvergüenzas y, como es lógico, ha intentado echarles. Error. La que ha acabado en comisaría ha sido ella. Y las autoridades miran para otro lado. Producto del nefasto buenismo de Rodríguez Zapatero y compañía, ahora recogemos estos lodos. Los criminales parecen víctimas y a la víctima, que obra con sensatez y con razón, se le trata como a un criminal. Así vamos. Pero ¿qué ocurre? que quienes deberían implicarse en estos temas y cortar de raíz una moda que en algunos barrios ya es imparable, prefieren emplear su poder para legislar en asuntos que no tienen ninguna importancia. No vaya a ser que pierdan algún voto.