Desgraciadamente, el fútbol y lo que le rodea se está convirtiendo en un generador de violencia que ha penetrado en el que debería ser un terreno exclusivo para la formación, un espacio libre de ‘malos’ humos. Desde hace muchos años, llevar a un niño a presenciar un partido de fútbol es un deporte de riesgo. Por desgracia, no se trata de una dinámica novedosa. Es un problema enquistado desde hace años, un problema que ya ha echado raíces, embruteciendo los partidos en los que los pequeños deben ser los únicos protagonistas. De niño jugué; con 22 años me titulé como entrenador y ahora ejerzo de padre. He escuchado y vivido barbaridades en partidos de todas las categorías, incluso en encuentros entre querubines, niños de 4 años. Y seguirá ocurriendo porque es un problema de educación. Un problema que germinó hace ya más de dos décadas, cuando el fútbol formativo dejó de educar a pequeños para generar potenciales máquinas de hacer dinero. El fútbol base debe ser formación. El niño debe ir a entrenar o jugar para disfrutar con amigos y adquirir modelos, conocimientos y valores como la solidaridad. El fútbol base cruzó la línea roja cuando degeneró en competitivo. El boom del fútbol base trajo la multiplicación de escuelas y clubes con categorías inferiores. Miles de padres que creen tener una estrella, un Messi en potencia, y centenares de entrenadores que no están facultados para formar a niños.

Lo vivido en Alaró hace quince días, en Andorra el fin de semana o hace tres en Can Cantó es una aberración que, desgraciadamente, volverá a repetirse por mucho que ahora martilleemos con decálogos de buen comportamiento, minutos de silencio y otras buenas intenciones que no afrontan el problema, la falta de educación.