Recuerdo el entusiasmo que suscitó la transición española de un régimen autoritario a una monarquía parlamentaria. Tanto en España como en el extranjero no hubo piropo que no la regalara ni panegírico que no la exaltara. Quienes esperaban una nueva contienda civil vieron con asombro la puesta en marcha de una democracia que el tiempo se ha encargado de demostrar que sólo era aparente: la Scheindemokratie que denunciaba Max Weber (mehr Schein als Sein, más apariencia que esencia).

Cuarenta años más tarde, la situación del Estado español es lamentable. Desgobernado por una clase política profesional corrupta y desprestigiada, protegida por una judicatura vergonzante enfeudada a partidos políticos a los que protege o ataca ignominiosamente, impugnado por separatistas que hacen gala de su desprecio al orden constitucional sin consecuencias prácticas y escandalosamente endeudado para seguir manteniendo un régimen clientelar en el que el saqueo de quienes trabajan se traduce en la subvención de la holganza de otros, nos encontramos de nuevo con el habitual sindiós de inveterada tradición hispánica.

El diseño constitucional de un Estado autonómico fue tan bien intencionado como desacertado: su intención original fue la de atemperar las veleidades secesionistas, ya puestas de manifiesto y frustradas en nuestras efímeras repúblicas, pero su resultado práctico ha sido el de exacerbarlas mediante el expediente de proporcionarles pretextos jurídicos tan discutibles como eficaces en ausencia de un mínimo de lealtad constitucional. Tal vez ése fue el mayor desacierto de los padres constituyentes: dotar a las Comunidades autónomas de capacidad normativa y no únicamente de gestión; so pretexto de «acercar la Administración al ciudadano», lo que se hizo en realidad fue acercar la mano de los politicastros a las cajas locales que, una vez conveniente y parcialmente saqueadas, sirven para tejer redes clientelares en la mejor tradición del caciquismo de la Restauración. Diecisiete taifas regulan diecisiete permisos de caza y demás ordenamientos particulares de mayor entidad que entorpecen el mercado único y aspiran a gobernarse en función de intereses localistas contradictorios y excluyentes. Lo señaló Churchill «cuando hay diez mil regulaciones se destruye todo respeto por la ley». Un auténtico desbarajuste agravado por la pretensión de algunas de esgrimir un supuesto derecho a la secesión («dret a decidir») que el Derecho internacional vigente sólo reconoce «a los pueblos sometidos a dominación colonial», como rezan las Resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas 1514(XV) y 2625(XXV).

Toda la clase política es cómplice y responsable de semejante estado de cosas, pero un partido hoy en descomposición ha contribuido especialmente a consolidarlo. Cuando Alfonso Guerra anunció la defunción de Montesquieu se abrió paso a la sumisión de la Administración de Justicia a la clase política. Cuando uno de los políticos más insolventes e irresponsables de la historia de España (y no han sido pocos) accedió a la Presidencia del Gobierno se resucitaron rencores superados y se reabrió la cuestión territorial; pero no fueron sus únicos desaguisados: negó tenazmente la evidencia de la crisis económica y sembró la semilla de la descomposición interna de un partido político que hoy se debate entre la irrelevancia y la desaparición.

Mientras tanto, la España alegre y confiada sigue abarrotando los estadios de fútbol mientras se queja lastimeramente de una crisis, sin saber que no sólo no ha terminado sino que está por empezar de verdad.