Trump y el Papa se han reunido esta semana. Es una imagen siniestra como toda aquella en la que aparece el presidente de EE.UU. que queda acentuada por el negro riguroso de la hija y la mujer de Trump. Francisco aparece resignado como a quien le visita la suegra con sus amigas. El presidente norteamericano, por su parte parecía incómodo. Alguien que sabe que le va caer una bronca que, en el fondo le trae sin cuidado y por la que no espera sufrir ninguna consecuencia. Le daba lo mismo, pero a nadie le gusta que le tiren de las orejas. El Papa le regaló además una copia de su encíclica sobre el cambio climático. Un gesto muy de profesor de filosofía con un alumno díscolo: “lo has hecho mal, lee esto a ver qué te parece y luego lo comentamos”. Ahora contrasten la misma imagen con una de los antecesores de ambos en sus cargos: Obama con Ratzinger. Papeles cambiados en cuanto a sensatez y visión de futuro del mundo. Mismas instituciones, mismo poder en la misma foto, pero el peso del liderazgo y el mensaje que ambos mandan lo trastocan todo. Lo simbólico domina toda la realidad. Por el momento ni Francisco ha transformado de forma radical la Iglesia ni Trump ha podido poner patas arriba el mundo, aunque quizá baste dejarle un tiempo razonable porque le pone empeño. Solo el tono y lo que reflejan ambos ya marca su influencia en la realidad. Una institución de siglos como la Iglesia puede cambiar en días sólo con una transformación en las formas y un histrión puede hundir en segundos la influencia de la primera potencia mundial. El efecto no es especialmente nuevo. Sí lo es la rapidez con la que se producen esas transformaciones. En esa especie de esclavitud de lo simbólico, lo que llena de incertidumbre de la foto de un señor malencarado con otro vestido de blanco es que el primero tiene misiles nucleares y un botón para lanzarlos.