Dedicado cordialmente a Sinclair, fanático catalanista. Comentando uno de mis artículos, un lector de este periódico, aseguró que «en Catalunya es el PUEBLO, o sea, la gente, que es la titular de la soberanía (sic), la que moviliza a los líderes y no al revés». Ya explicó Churchill que el fanático es el que «que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema». Ha bastado la posibilidad de responder con el propio peculio por las aventuritas independentistas para que el número de fanáticos del catalanismo haya menguado como por arte de magia. Queda, sin embargo, un núcleo irreductible de inasequibles al desaliento que dicen estar dispuestos a proclamar la República catalana, que ya lo fue por Companys y que se saldó en un solo día con el resultado de una sentencia a treinta años de prisión dictada por un tribunal republicano, que no franquista.

Es peligroso hablar de la soberanía cuando no se tiene un mínimo conocimiento de ciencia política: consiste básicamente en «superiorem non recognoscere» y su virtualidad no radica en proclamarla, sino en obtener la obediencia mayoritaria de una capa muy amplia del substrato social susceptible de legitimarla. Lo explicó más sucinta y concluyentemente Carl Schmitt: «es soberano el que decreta el estado de excepción». Pretender instaurar una república independiente catalana con menos de la mitad del substrato social susceptible de legitimarla es pensar en lo excusado y patrimonio exclusivo del fanático, a quien su intransigencia le veda conectar con la realidad. Companys conectó con la realidad en forma de estado de guerra y su presidencia, no ya del efímero e inexistente «Estat català» sino de la Generalidad, le duró exactamente 24 horas: todo un récord.

Corren otros tiempos y la abúlica pasividad de los gobiernos del Partido popular (renuentes a aplicar la Ley orgánica 2/2012, de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera que ellos mismos promulgaron) ha dado alas a un movimiento que pretende reeditar la aventurita chusca de 1934 pensando que no se aplicará el artículo 155 de la Constitución (trasunto, por cierto, del 37 de la Ley Fundamental de la República federal alemana, un país opresor donde los haya) ni se aplicará la Ley de seguridad nacional ni se declarará el estado de excepción. Tienen razón: como ha explicado recientemente el catedrático de Derecho constitucional Jorge de Esteban, no hay tiempo material para aplicar el artículo 155 porque conllevaría trámites que, en el mejor de los casos, tomarían más de tres meses. La Ley 36/2016, de seguridad nacional, en su artículo 24 prevé que «La situación de interés para la Seguridad Nacional se declarará por el Presidente del Gobierno mediante real decreto», aunque no parece claro que tal norma, aprobada con vistas a luchar contra el terrorismo nacional e internacional, se quiera aplicar a un caso de rebelión de una comunidad autónoma. Sólo quedaría la declaración del estado de excepción, aunque es sabido que don Mariano Rajoy no es partidario de medidas drásticas y se antoja poco probable que decidiera turbar su habitual estado cataléptico-filociclista con el revuelo que tal declaración causaría.

Siendo conocido el fervor patriótico de los golpistas catalanes, sólo mitigado por el que profesan fervorosamente a su peculio (como lo demuestra el hecho de que el fruto de lo expoliado a Cataluña por la familia Pujol haya terminado en paraísos fiscales y no en la Caixa o en Banca Catalana) sólo queda por ver el efecto que tendrá la aplicación del artículo 38 de la Ley orgánica 2/1982, del Tribunal de Cuentas, que prevé que «el que por acción u omisión contraria a la Ley originare el menoscabo de los caudales o efectos públicos quedará obligado a la indemnización de los daños y perjuicios causados». Es precisamente lo que, al parecer, se dispone a poner en marcha el Departamento II de Enjuiciamiento del Tribunal de Cuentas y lo que ha determinado a muchos próceres del catalanismo a asegurar que están dispuestos a asumir penas de cárcel pero no a poner en riesgo su patrimonio: el nacionalismo tiene sus límites y lo resumió el gran poeta Richard Aldington al decir que «el patriotismo es un sentimiento acendrado de responsabilidad colectiva. El nacionalismo, un gallo necio pavoneándose sobre su propia pila de estiércol y reclamando espolones mayores y picos más brillantes».