Hace unos meses cerró la panadería a la que iba casi cada día y desde entonces estoy huérfano de pan y no he comido ni un pastel. Vete a otra, dirán. Pues no es lo mismo. Igual me pasó con el cierre de la carnicería y llevo años sin encontrar un sustituto a la altura. Un chuletón sabe mejor si hay un cierto vínculo con el que te lo vende. Se anticipa el gusto. Puede que no sea el mejor del mundo, pero es el de uno. Lo mismo con una coca. Añoro mucho unos pasteles de hojaldre con pera y chocolate. La epidemia de cierres se extiende. Lo siento por los clientes habituales que se queden desvalidos. Siempre es una historia similar, jubilación, falta de relevo y se acabó. En el último caso el local estaba abierto desde el siglo XVII. Hay que haber hecho disfrutar a mucha gente para aguantar todo ese tiempo. Algo tremendo ocurre, muy de fondo, para que un negocio que resiste centurias no sea viable o no encuentre quien lo quiera manejar. Se apela a la pérdida de identidad. Por cada pequeño negocio antiguo que cierra sale una franquicia. Todo se parece en Logroño y en Macao. Es un argumento cierto. Me resulta más dramático la apelación al placer. Es casi imposible encontrar algo que se pueda comer en un lineal de supermercado que haga la más mínima ilusión. Desorienta tanta abundancia plana y tanta marca blanca. Por eso lo peor de cada cierre no es que nos haga más iguales, es que nos hace menos felices. Nos priva de pequeños placeres, del a ver qué tienen hoy o el ir a buscar lo que a uno le gusta. Por eso llevo meses huérfano de panadería y de carnicería. Espero que aguante al menos la frutería. Condolencias a los afectados por los otros cierres recientes y los que llegarán, porque es de temer que estoy no haya quien lo arregle y que al final, todo, absolutamente todo venga en porexpán.