Una de las consecuencias más nefastas de nuestro pésimo sistema educativo de las últimas décadas, esa estafa deliberada consistente en abaratar las titulaciones que ha conducido a que más de la mitad de nuestros titulados universitarios tenga que trabajar en puestos muy por debajo de sus supuestas calificaciones, ha sido la progresiva implantación de un pensamiento binario simplista, cómodo y carente de aprehender la pluralidad de gamas que conforman la realidad: bueno/malo, correcto/incorrecto, facha/progre y así sucesivamente, en una simplificación de lo existente que, al prescindir de las correcciones que aconsejan los matices, aspira a imponer una forma de pensamiento «políticamente correcto» que es, en realidad, un intento totalitario de acallar el ejercicio de la crítica, con el inconveniente añadido de que, a la larga, polariza y radicaliza la sociedad con el objetivo final de suprimir a parte de sus miembros. Esa polarización radical no es nueva en nuestro país y ha tratado de ser aplicada por la derecha y por la izquierda, algo que explica nuestra tendencia a las guerras civiles: carlistas, republicanos, anarquistas y franquistas han intentado siempre la muerte civil, cuando no física, del adversario transformado en enemigo.

Por mucho que me gustara estar profundamente equivocado, creo que yerran quienes creen que resulta hoy impensable otra contienda civil en nuestro país; por el contrario, al ritmo que vamos, la posibilidad de una nueva guerra civil se me antoja cuestión de tiempo. Lo explicó Enzensberger en su libro «Aufsichten auf den Bürgerkrieg»: "La guerra civil no viene de fuera ni es virus infiltrado, sino proceso endógeno. La inicia siempre una minoría … El principio es incruento y los indicios inofensivos. La guerra civil molecular estalla imperceptiblemente, sin movilización general … En las calles se acumula poco a poco la basura; en el parque empiezan a proliferar jeringuillas y litronas destrozadas; en los muros aparecen por todos lados pintadas monótonas cuyo único mensaje es el autismo evocador de un ego periclitado; en las aulas se destruye mobiliario y los jardines empiezan a oler a orina y a excrementos. Se trata de minúsculas y mudas declaraciones de guerra que el ciudadano avezado sabe cómo interpretar.»

En España, esa minoría susceptible de desencadenar una guerra civil está hoy ya en las instituciones y muchos de sus actos van encaminados a ello. Recordemos las palabras del filósofo alemán: «El principio es incruento y los indicios inofensivos». Aquí se declaran «non gratae» a determinadas personas; se derriban monumentos; se pretende borrar cualquier vestigio histórico del otro bando en un intento de reescribir la realidad; se anatemiza al adversario para convertirlo en enemigo. Todos estos síntomas los lleva a cabo una minoría sin más soporte social que el de su tribu de perdedores fracasados y frustrados bajo la batuta de iluminados universitarios cuya incultura es tan grande como su sectarismo.

Hace ya tiempo que mi profesor de Derecho político, don Nicolás Ramiro Rico, recomendaba «estudiar e historiar nuestras guerras civiles, porque no creo, dicho sea sin pizca de xenofobia, que el único papel de los españoles en cuanto a sus guerras civiles se refiere, sea el de suministrar los muertos».

Desgraciadamente, el estudio e historiografía de nuestra última guerra civil se ha llevado a cabo desde una perspectiva maniquea, binaria y partidista que impide comprender las verdaderas causas del estallido de aquel choque sangriento; y es que cuando la convivencia en sociedad se hace imposible y la supervivencia de unos ciudadanos comporta la aniquilación de otros se da el supuesto clásico de la contienda civil.