Veinticuatro horas después de que el Parlament de les Illes Balears aprobase una ley para la regulación de las corridas de toros el Gobierno central anunciaba a la consejera de Cultura, Fanny Tur, su decisión de presentar un recurso de inconstitucionalidad contra un engendro legislativo que pretende transformar las corridas de toros en un fraude.

No es de extrañar el comportamiento del Gobierno central, era previsible y además obligado promover la defensa de los derechos constitucionales. La izquierda balear estaba avisada. Un informe elaborado por el Ministerio de Cultura y Bellas Artes concluía que 9 de los 14 artículos que la ley contenía eran inconstitucionales y así se lo hizo saber a Francina Armengol. Ella como si nada, manteniéndose en su terquedad de siempre, decidió no aceptar las advertencias trasladando así la cuestión al terreno del conflicto y el enfrentamiento político.

Sobre la prohibición catalana el Tribunal Constitucional ya lo dejó bien claro, determinó que Cataluña se apoderó arbitrariamente de la fiesta de los toros, y eso a la izquierda balear le dolió. Y si una comunidad autónoma no tiene competencia para prohibirla tampoco la tiene para alterar el contenido artístico de un espectáculo cultural como las corridas de toros de tal manera que convierta en imposible su celebración, lo que equivale en suma a su prohibición. Y es que a la libertad de expresión artística y cultural no se la puede llevar por delante la política mientras esté protegida por la ley como lo está.

Pero eso es lo que quieren, prohibirlos sin que apenas se aprecie. Pretenden desde la política cambiar las reglas de un espectáculo artístico no para regularlo, sino para acabar con él, para destruirlo, para prohibirlo de otra manera. Pretenden deformar sus elementos esenciales hasta hacer del espectáculo algo irreconocible, mutilar su sentido y hacerlo inviable, inútil, inservible, privándolo de todo su ritual y liturgia.

Y toda esta ofensiva la quieren disimular bajo su particular concepción del maltrato animal, como si prohibiendo los toros no hubiera ya maltrato animal posible. El debate sobre el maltrato que puedan sufrir los toros sin abordar el problema en toda su dimensión es un embuste, es una mentira, y además es un comportamiento hipócrita.

Han pasado más de 25 años desde que se aprobara la ley de bienestar animal de 1992. Desde entonces nuestras relaciones y sentimientos hacia los animales han cambiado hacia tendencias mucho más proteccionistas y nada de eso se plantea la izquierda balear.

El sufrimiento animal existe en las granjas y también en los mataderos, existe en los laboratorios científicos, en las fincas particulares, en la matanza del cerdo y hasta en la fiesta del sacrifico que profesan y practican, también en Balares, culturas bien distintas a la nuestra. Nada de esto ha sido abordado por la izquierda en su ley, lo que demuestra que su propósito no está en la protección de los animales sino en prohibir la cultura de los demás.

La cultura como las tradiciones no se prohíben, se agotan y desaparecen cuando dejan de fomentarse o cuando la evolución social decide que se apaguen lentamente, y no cuando una mayoría política lo decide. Puede que exista una mayoría a la que no le gustan los toros, que no haya ido ni vaya nunca, pero se trata de una mayoría que no se opone a su prohibición. Se trata de una mayoría tolerante que nunca promovería su recuperación si desaparecieran, pero se comporta con respeto mientras viva la fiesta incrustada en nuestra historia y cultura colectiva. Y es que el respeto a las libertades constituye uno de los principales indicadores para medir la calidad de la democracia, pero sirve también para medir la indecencia de comportamientos autoritarios. Y la izquierda balear, con la aprobación de esta ley, demuestra que está más cerca de lo segundo que de lo primero.