A mí me gusta desayunarlos junto a un palo con ginebra. Son un antídoto infalible contra resacas, pelmazos y delirios nacionalistas de algunos bolas tristes que fantasean con el discurso cainita de absurdos líderes políticos. A Josep Pla también le horrorizaban los fanáticos y amaba los higos. Los acompañaba con whisky y escribió «los higos tienen robado el corazón de los ibicencos». Unos milenios antes, Plinio ya dictaminó que los mejores y más dulces higos del mundo crecían en Ibiza.

En las Pitiusas siempre ha habido grandísimas higueras extendidas sobre estelons, a cuya sombra es agradable dormir la siesta y soñar con apetitosas payesas. Junto al olivo y la viña, es tótem de la civilización. Para los Vedas su fruto es la flor de la mujer y estimula el placer sensual. Los hindús del sendero de la mano izquierda sabían que conocimiento y sexo van juntos, y así nació el tantrismo, que es una estupenda manera alcanzar la iluminación a través del gozo. Por la misma época, en Europa, los trovadores descubrían el amor cortés y cantaban dulcemente para derribar las murallas femeninas. Regresó el culto a la Dama mientras se eliminaba el abominable cinturón de castidad.

La higuera es un árbol sagrado y sus hojas fueron el primer taparrabos de la Historia, cuando Adán y Eva tomaron consciencia de su desnudez. Su expulsión del paraíso fue relativa según Mark Twain: «Para Adán el paraíso siempre está donde se encuentre Eva».

La dulzura de los higos pitiusos aniquila cualquier fanatismo.