El río de Santa Eulària está de luto. Hay silencio, patos sin dueños, peces ahogados en las cunetas, faros lánguidos y mortuorios días. Sus aguas, ebrias de anís del mono, se nutren de líquido lechoso difícil de digerir y olor a cloaca para deleite de astucias ratas. No hay huella del paso de fameliars. Habrán encontrado un pasadizo secreto. O, quizá, se han reencarnado en la reducida familia de patos que han sobrevivido como cual funambulista sobre una cinta de nailon. El río ya no es lo que era. La muerte silenciosa le acecha.

Por la mañana o por la tarde, qué más da. Un paseo por la zona del río de Santa Eulària hace que busque razones a su estado deteriorado. Por momentos, me traslada a un panteón. De esos donde la vida ya no cuenta. ¿Dónde están los patos? ¡Sólo hay cuatro o cinco! ¿Por qué hay peces que han puesto fin a su vida? ¿Qué le ocurre al agua que ha cambiado a color blanquecino? ¿Habrá sido algún graciosillo? Me pregunto después de inhalar lo más parecido al tufo de una boñiga. Sigo sorprendido ante tal panorama desolador. Recuerdo respirar por este paseo mientras pedaleaba con mi Orbea. Recuerdo alimentar a los patos bajo días soleados y el canto de los pájaros. Ahora son ellos (los patos) quienes nos pueden saciar. Si los encuentras, claro. El 25 de agosto esta idílica postal se fundió a negro. Son muchos quienes deambulan con mascarillas improvisadas, a la vez que no se explican este tipo de contaminación. El cordón de seguridad también ha desaparecido por arte de magia, a pesar de no conocerse el foco. A 12 de septiembre no hay un resultado definitivo. Ni rastro de fecales ni de otras bacterias, según los análisis. ¿Entonces? La solución debe ser inmediata. El río reclama oxígeno. Los días llegan como veleros mar adentro. La procesión de los patos se ha echado a pique. Mientras tanto, los peces mueren, las algas se pudren, el mal olor ahuyenta y los patos desaparecen. ¿Hasta cuándo?