En caso de que Cataluña se declarase independiente y solicitase su ingreso como miembro de la Unión en base al artículo 49 del Tratado de la Unión Europea (TUE), únicamente podría admitirse su candidatura si cumpliese las tres condiciones que enumera dicho artículo: ser un “Estado europeo”, «respetar los valores mencionados en el artículo 2» y tener en cuenta los “criterios de elegibilidad acordados por el Consejo Europeo” adoptados en 1993 en Copenhague.

Cualquier estudiante de Derecho internacional sabe que no basta con declararse Estado pues se necesita el reconocimiento de otros Estados; así, para cumplir la condición de ser un Estado europeo primero hay que ser un Estado y el catalán necesitaría como mínimo que fuera reconocido por la totalidad de los Estados miembros de la UE, por 9 miembros del Consejo de Seguridad y otros 128 de las Naciones Unidas; los representantes en el Consejo europeo tendrían que pronunciarse, en la fase inicial de la candidatura, “por unanimidad” (artículo 49 citado), lo cual es imposible, porque tendrían que considerar la solicitud inadmisible ya que, según el apartado 2 del artículo 4 del mismo Tratado, cada Estado miembro «es el único con competencia para decidir sobre sus estructuras fundamentales políticas y constitucionales, también en lo referente a la autonomía local y regional”. La misma disposición añade que, en caso necesario, la Unión “respetará las funciones esenciales del Estado, en particular las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial”. Tampoco se respetarían las otras dos condiciones que exige el artículo 49: el respeto por el Estado candidato de los “valores mencionados en el artículo 2”, entre los que figura “el Estado de derecho” y una entidad que se declarase unilateralmente independiente violaría dicha condición, por no hablar de los criterios de Copenhague.

He explicado en varias ocasiones que el supuesto “derecho de decidir” de cualquier entidad infraestatal no está reconocido por el Derecho internacional; el principio de autodeterminación se limita a los pueblos «sometidos a dominación colonial» (resoluciones 1514(XV) y 2625(XXV) de la AGNU) o al supuesto de que se ejerza de acuerdo con las normas constitucionales de un Estado. La sentencia del Tribunal Supremo de Canadá del 20 de agosto de 1998, en sus apartados 138, 151 y 154, afirma que ese derecho no es atribuible ipso facto a cualquier entidad infraestatal y que, en todo caso, es inexistente en un Estado democrático que respeta los derechos humanos y los de sus minorías, a menos que su norma fundamental lo garantice expresamente.

El horizonte de una Cataluña independiente no sería halagüeño. El Gobierno catalán tendría que hacer frente a una serie de costes enormes para garantizar los servicios que presta. En primer lugar, hacerse cargo de aquellas partidas que estaban aseguradas por el Estado español como, por ejemplo, el pago de pensiones. Mas Colell aseguró que no había que preocuparse porque “están contraídas con el Estado español que es quien ha recibido las contribuciones durante muchos años y las debe pagar”. Burda mentira. El sistema español de pensiones es el de reparto y no las paga el Estado, sino los que hoy cotizan. Si un territorio se declarase independiente, sus pensionistas dependerían de los ingresos de sus compatriotas cotizantes.

También se asegura que “si Catalunya no tuviese un déficit fiscal con España, de 20.000 millones de euros anuales, en dos o tres años se podría liquidar completamente la deuda». Borrell ha demostrado en su libro «Las cuentas y los cuentos de la independencia» que estos datos son falsos, pues el déficit fiscal real estaría más cerca de los 3.228 millones de euros. Así que las supuestas ganancias fiscales quedarían reducidas a una séptima parte; de acuerdo con el Sistema de Cuentas Públicas Territorializadas, Madrid registró en 2014 un déficit fiscal equivalente al 9,2% de su PIB, casi el doble del que atribuye a Catalunya, de apenas el 5% del suyo.

La consecuencia más inmediata de una hipotética independencia sería la salida de la Unión Monetaria europea; la Comisión ha reiterado que la escisión de un Estado miembro de la UE dejaría a la región escindida fuera de ella, con la consiguiente pérdida del derecho a los cuatro Fondos Estructurales y de Inversión europeos; en términos absolutos, Cataluña es la cuarta Comunidad autónoma más beneficiada de esos fondos, por detrás de Andalucía, Extremadura y Castilla-La Mancha.

Lo que sí podría provocar la independencia sería un creciente boicot a los productos catalanes que ya vivió el sector del cava, situación que generaría un importante impacto negativo para muchas empresas. Las ventas al resto de España sufrirían muchísimo ante una eventual secesión por el lógico impacto de los aranceles, por mínimos que fueran. Algún informe estima una caída de ventas del 50% y apunta que los costes asociados al «efecto frontera y de aranceles» supondrían un incremento considerable de los precios. Siendo así las cosas, sería previsible una desbandada de personas jurídicas a territorio español pero también otra de personas físicas. Hasta ahora la deslocalización es constante, aunque no masiva.

El mejor antídoto contra los delirios independentistas catalanes tal vez consistiera en que obtuvieran la independencia siquiera para que, como dice una bella pero inteligente amiga mía, diplomática portuguesa, se enterasen de lo que significa ser un país pequeño, fuera de la Unión Europea y teniendo que financiarse al 17 por ciento. Parece mentira que casi la mitad de un pueblo supuestamente sensato se deje seducir por cantos de sirena viscerales que nada tienen que ver con la cruda realidad.