El verano de Ibiza nos abandona un año más. Adiós al tentador olor a whisky de guiri veinteañero, playas atiborradas de bañistas de pelos en pecho y carnes abrasadas, el vil recuerdo de hormigas atrincheradas en casas pirata y las sudorosas toallas colgadas en balcones para deleite de los morados. Sin dejar atrás la buena sintonía en general de los comercios de la isla. No tanto en la zona de la Marina, proyectado como el nuevo West End II. Ya se escuchan a voceros por las calles avisando a los progres de camastrón de la huida del enemigo: los turistas. La calle les llama. El invasor se va quedando en inferioridad. Reniegan del turista al mismo tiempo que viven de él. ¡Qué borrokistas!

Las calles de Ibiza ya van quedando en el gris muerto del día. Y en las luces de las tiendas que van mal y cuentan los días para echar el candado. El sol aún pega fuerte, pero el turismo va dando sus últimos coletazos. Las toallas dejarán paso a balcones sin dueños, pisos vacíos de apresurados a precio de oro, carreteras sin abrasadoras ruedas y locales cerrados de par en par, algunos antes de hora. Por la isla han pasado los mejores, las altas esferas de la sociedad. Los locales de luces se han llenado de catedralicias a la espera del canto de un ruiseñor. Las meretrices han ido ganando acera en una ciudad crema de los rostros conocidos. Sin olvidar el veraneo del príncipe Abdul Aziz. Al son del día, los restos de botellones han dado idea de la parranda de la noche ibicenca. La sosegada arena ha acogido a noctámbulos como una cuba, algunos suicidas del ‘balconing’. Todo eso nos deja hasta el próximo año. Quizá habría que reflexionar si nos conviene una oferta turística con más calidad y sostenibilidad abierta todo el año. Ibiza es un reclamo. Ibiza mira hacia Berlín, Londres, París o Madrid. Nos confundiremos si caemos en la trampa del vandalismo descosido. La turismofobia mata. Los quinquis ya campan a sus anchas.