El punto 1 del artículo 21 de la Grundgesetz o Ley Fundamental de Bonn, es decir, la Constitución de la República federal de Alemania, reza así: «Los partidos contribuyen a la formación de la voluntad política popular. Su creación es libre. Su reglamentación interior debe responder a principios democráticos. Deben hacer público el origen y utilización de sus medios y bienes».

El artículo 6 de nuestra Constitución, claramente inspirado en el de la alemana, establece que: «los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos.»

Hasta aquí, todo bien; sólo que el punto 2 de la alemana añade que «los partidos que por sus fines o por el comportamiento de sus miembros se propongan perjudicar o suprimir el orden básico libre y democrático o poner en peligro la existencia de la República federal de Alemania, son anticonstitucionales» y el punto 3 lo remata estableciendo que tales partidos «quedan excluidos de financiación estatal. Si se decreta tal exclusión, se les suprimirán también los beneficios fiscales y subvenciones».

No puede dudarse de la buena fe de los padres de la Constitución que diseñaron un sistema político autonómico altamente descentralizado en un país de tendencias centrífugas, sin tener en cuenta la persistente mala fe de quienes las protagonizan. El error de fondo de su planteamiento fue conceder capacidad normativa a las comunidades en lugar de concedérselas de mera gestión, algo que hubiera evitado tanto el auge de las derivas nacionalistas como la aparición de las múltiples taifas que hoy conforman el Estado español. Así, en plena crisis, los políticos catalanes han publicado más de 650.000 páginas de nuevas regulaciones y normas, un aluvión regulatorio que abruma a familias y empresas, sujetas a un número creciente de restricciones y disposiciones políticas.

Mucho se especula sobre lo que pasará después del 1 de octubre, pero el fondo de la cuestión es que no es posible seguir como hasta ahora, con un estado penalmente indefenso ante el golpismo y con un diseño constitucional cuyo fracaso manifiesto está a la vista, aunque, dada la composición y calidad de la clase política española, lo más probable es que todo siga igual, si no peor.