Comenzamos hoy el mes de octubre, mes que la tradición de la Iglesia dedica a la oración mariana por excelencia: El Rosario. Esa humilde y sencilla oración es la cadena que nos lleva al cielo, porque en la contemplación de cada uno de sus misterios está contenida la historia de Salvación.

El Rosario es una oración buena e importante y muchos santos se distinguen por el uso de ello. Entre ellos me complace citar a San Juan Pablo II que decía muchas veces “Soy una persona del Rosario” y en la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, que publicó el 16 de octubre de 2002, día en que se cumplían 25 años de su inicio como Papa dice: “El Rosario es mi oración predilecta”.

El Rosario es una oración mariana que nos conduce a Jesús, recorriendo en cada uno de los misterios un aspecto de la venida, de las obras y de las acciones a favor de la humanidad por parte de Jesucristo.

Primeramente, podemos resaltar que el Rosario tiene una estructura muy sencilla, se puede rezar en privado o en comunidad, en una capilla, en la intimidad de nuestra habitación o en un autobús mientras vamos a nuestro lugar de trabajo. Además, el hecho de que combine las oraciones más conocidas por los cristianos, no sólo facilita su rezo: sobre todo le dan una gran profundidad.

Además, nos invita a contemplar pasajes –o misterios– fundamentales de los Evangelios y de la vida de María y de Jesús, lo cual hace que nuestro modo de contemplar a Dios vaya creciendo a medida que avanzamos en el rezo del Rosario.

Asimismo, se trata de una oración repetitiva que, cuando se reza con devoción y un ritmo bien acompasado, nos ayuda a recogernos dentro de nuestro corazón y a alcanzar un «estado contemplativo» que nos sitúa ante la amorosa presencia de Dios. Buenos ejemplos para nosotros son las personas que se por las tardes en la parroquia para rezar juntas el Rosario.

Rezado, además, atentamente es muy importante tener el corazón encendido en amor hacia María y su Hijo. En efecto, a medida que rezamos el Rosario, vamos sintiendo cómo el amor que sentimos en nuestro corazón se convierte en el motor que nos mueve a contemplar a Dios. Y contemplado a Dios nos sentimos llamados a hacer sus obras de piedad, caridad y misericordia.

Curiosamente, al rezar el Rosario también interviene activamente nuestro cuerpo, pues debemos sostener con nuestra mano el rosario e ir pasando una a una las cuentas a medida avanzamos en la oración. Y además, también nuestro cuerpo participa en el Rosario cuando lo rezamos dando un paseo por la calle, en el jardín de nuestra casa o en local corriente.

No debemos olvidar otro importante factor que ha hecho que el Rosario se extienda tanto por todo el mundo: son muchos –muchísimos– los testimonios de personas y ciudades enteras que aseguran que su rezo fue fundamental para que Dios les atendiera una petición muy importante. Hablamos de miles de personas sanadas, de maridos e hijos que volvieron sanos y salvos de la guerra, de ciudades liberadas del asedio de un ejército enemigo, de regiones que superaron los devastadores efectos de una epidemia o de una erupción volcánica, etc. Y eso es así porque el Rosario nos ayuda a pedir debidamente lo que nos conviene (cf. Rm 8,26), y a aceptar dócilmente la respuesta de Dios, que no siempre es como nosotros la esperamos, pues sus pensamientos no son nuestros pensamientos, ni sus caminos son nuestros caminos (cf. Is 55,8).

Que este mes de octubre, pues, nos haga acoger el rezo del Santo Rosario, sea ello algo habitual en nuestra vida y transmitámoslo a los demás sabiendo que con ello les hacemos una favor, una cosa buena para su vida.