Realmente el pueblo de San Antonio a la menor ocasión se echa a la calle. La Feria Marinera Medieval le otorgó un irresistible aroma a chuleta y despertó el pasado corsario de sus nativos, que se engalanaron y bebieron como si estuvieran en la isla Tortuga o un Port Royal superviviente al tsunami turístico. No había hooligans, zombis electrónicos ni veganos a la vista. Pero sí una camaradería piratesca a la hora de montar la juerga.

El epicentro era el bar de Vicente de Kantaun, que según avanzaba la noche parecía el fiero grumete de Long John Silver o una ardiente pitonisa a punto de echar la buenaventura al incauto que deseara embarcar en la nave de los locos. Había flamenco con mucho duende, se bailaba en la calle caliente como en el alcázar de la Hispaniola, alguien recitó con voz etílica la Canción del Pirata Espronceda…y, ¡milagros del buen vino!, nadie hablaba de política ni de ayatolás nacionalistas.

Había una mezcolanza humana digna de un mercante panameño o un prao de Sandokán. Pero el cocktail funcionaba divinamente, irradiando alegría. Incluso encontré a una belleza in illo tempore perdida en los brazos de una secta que había decidido regresar a la vida, ser libre y pensar por ella misma. Es lo bueno de las juergas piratas, que despiertan tu lado gozoso si hacer caso de las castradoras imposiciones colectivas.

A la mañana siguiente, con cien cañones por banda en la cabeza, peregriné al Coto de Bartolo de Portmany para resucitar con un potente Bloody Mary.