Ha pasado la hora de los diagnósticos. Ha llegado la hora de las soluciones. Decir, a estas alturas, que el ‘referéndum’ fue tramposo, el resultado mendaz, el proceso democrático inexistente, la precipitación y el desplante, notables, es no decir ya nada. Eso, y la excesiva intervención policial contra los que iban a votar, todo lo provocativamente que usted quiera, pero solamente a votar de manera ilegal y fueron tratados como peligrosos delincuentes, todo eso es ya cosa que ha de quedar en la historia de lo lamentable, incluso de la infamia.

Lo peor fue escuchar a los líderes políticos por la noche, una vez que el desastre se había consumado: Rajoy convoca a los partidos y comparecerá en el Congreso sin decir para qué, asegurando haberlo hecho todo bien. Pedro Sánchez invita al presidente del Gobierno central a un diálogo imposible con un Puigdemont que se ha encaramado al balcón de Companys, ya nada que dialogar con él, salvo los términos de su rendición. Pablo Iglesias anda en su suicidio político, mejor no distraerle. Y Albert Rivera, el único que hace un discurso lógico, carece de fuerza para imponerlo. Estamos ante la crisis más grave que ha sufrido España desde la muerte de Franco. Y no parece haber ideas para superarla. ¿Entonces?

Entonces, un modesto periodista, un ciudadano desamparado más, solo se me ocurre que no nos queda otro remedio que hacernos todos extraños compañeros de cama, atarnos como una piña con la misma cuerda con la que Mariano Rajoy se afianza al palo mayor en medio de la tormenta, con el timón girando un poco locamente, y confiar en que, entre todos, vamos a enderezar el rumbo y salir de esta. A Puigdemont no le quedará otro remedio que convocar elecciones, porque lo de la independencia no le va a salir -digo yo, vamos--. Creo que a Rajoy, acerca de cuya actuación en el pasado (y en el presente) tengo bastantes críticas, también le vamos a ver forzado a disolver las cámaras anticipadamente e ir a unas elecciones que restablezcan las cosas en toda España, incluyendo, claro está, Cataluña.

Elecciones con un programa pactado entre las principales fuerzas de la oposición y el partido que soporta al Gobierno. Porque es necesaria una nueva mayoría en las cámaras legislativas, un debate a fondo, plasmado en los programas electorales, sobre la reestructuración del Estado y sobre la necesidad de olvidar algunas pautas de conducta: ni los medios públicos, ni las instituciones, ni el Estado de las autonomías, que ha saltado hecho pedazos, como el Estatut catalán, pueden ya gestionarse como se han venido gestionando hasta ahora desde el poder.

Si no hemos entendido el mensaje de este trágico 1 de octubre, no habremos entendido nada. Son precisas una suerte de nuevas elecciones casi constituyentes, que abran una nueva transición, una nueva manera de pensar y resolver. Sé que estas ideas horrorizarían a Mariano Rajoy, creo que no tanto a Pedro Sánchez, puede que alegrasen, en su deriva insensata, a Pablo Iglesias, y estarían respaldadas por Rivera. Pero, sobre todo, darían en la línea de flotación a Puigdemont, que tendría que aplicarse a un ‘plan nacional’ y no a la desconexión mal diseñada y peor ejecutada en la que anda, contra una mayoría de catalanes: porque ni votaron los dos millones doscientos y pico mil que aseguró el Govern -menudo pucherazo tan chapucero--, ni, en todo caso, esos son todos, ni la mayoría, de los que habitan en esta Cataluña próspera gracias a su participación en España. Ahora nos tocaría hablar a todos los demás en unos comicios convocados y desarrollados como Dios y la democracia mandan.

Ando estos días por Barcelona, he hablado incesantemente con gentes de muchas procedencias sociales e ideológicas. Algunos de ellos votaron -lo lograron-- este domingo, pasada la ‘leña’ inicial. Por la tarde-noche, estaban tan horrorizados como yo mismo ante lo que se venía; pues ¿qué esperaban con el ‘conducator’ de este ‘procés’ tan demencial? A los funcionarios no les llega la camisa al cuerpo, parece que los mossos andan a la deriva, los empresarios hacen cuentas a ver cómo les sale lo de irse de aquí, los sindicalistas no se pueden creer que ellos mismos, casi desde un Govern para el que no existe la separación de poderes, hayan convocado una huelga desde este martes . Una huelga incomprensible que hasta a los viajeros del AVE les hace sentirse aprensivos sobre si van a poder abandonar Cataluña.

Lo que yo, desde aquí, vivo es algo muy parecido al caos que nos muestra la prensa extranjera, a la que le encanta ser alarmista, y ver a España casi como si regresásemos a 1934, treinta y ocho años se cumplen este viernes de aquello del general Batet. Y no, no nos lo podemos permitir. Ni aquellas divisiones políticas entre los constitucionalistas, ni otra huelga como la de los sindicatos de entonces, ni Esquerra en el plan en el que estuvo en la época, ni a un Puigdemont que, en el fondo, en cuanto a grandeza, no le llega a las sandalias ni al fanático Companys.

Bueno, es hora de arremolinarse, críticamente, y estar con Rajoy, que es a quien las urnas -las buenas- le dieron el timón. Lo que no sé del todo es si Rajoy está al cien por cien con nosotros, o anda perdido en alguna bruma, británica más que galaica. Su primera reacción en la noche del domingo me recordó demasiado a la que le escuché tras el 9 de noviembre de 2014, cuando se congratulaba de que ‘solamente’ dos millones trescientos mil catalanes hubiesen acudido a aquella votación también ilegal. No, no es momento de diagnósticos, menos de ensimismarse en una realidad propia que no coincide con la que otros percibimos: quiero saber varias cosas, como si vamos a aplicar el artículo 155, si va a disolver o no -será que no, ya verán- las cámaras, si va a co-gobernar con Sánchez y Rivera, dejando a Iglesias en su trapecio y a Puigdemont frente a veinte millones, al menos, de votos españoles. Hay que cambiar muchas cosas, urgentemente. Hay tiempo, pero no hay tiempo que perder. Siempre recuerdo que, al fin y al cabo, el mejor Adolfo Suárez fue capaz de dar la vuelta al Estado como a un calcetín en once meses. Pero, claro, Suárez ¿dónde te nos has ido? O también ¿dónde está nuestro Macron?