Ah, la libertad. Independizarse del odio, de las ruines pequeñeces, de las gilipolleces de tanto adoctrinador de juventudes castradas, de los ayatolás que pretenden dictar la vida de los otros, de tanto nacionalista que no ve más allá de sus narices tribales, de los cobardes, de los vampiros energéticos y zombis sin imaginación para vivir plenamente.

Ponerse el mundo por montera, ser un pirata galante o una diva bailarina, atreverse a pensar por ti mismo, enamorarse de la vida, acariciar la lámpara maravillosa y vislumbrar al genio de tu corazón que concederá los deseos con la ecuación sánscrita: Ser-Consciencia-Gozo.

Regocíjate en el presente, conócete a ti mismo y mantente radiante, miserable mortal, para transformarte en criatura divina. Baila un sirtaki desnudo bajo el sol, lee en voz alta a los poetas y bautízate con la lluvia o la espuma afrodisia de las olas.

Lo dijo maravillosamente Jorge Guillén: «Ser nada más. Y basta. Es la absoluta dicha». De ti depende que no te amarguen la aventura de vivir.

Me aburren mucho las fronteras. Por eso me rebelo contra los bolastristes que quieren acotar tu corazón. Contra los vulgares líderes que predican una pureza racial cuando el mundo es mestizo.

Que a estas alturas de la historia broten fanáticos en regiones tan civilizadas como la dulce Cataluña, resulta surrealista. Y para surrealismos me quedo con el universal ampurdanés Salvador Dalí, que dejó su legado al pueblo de España, y decía que si ganaban los fanáticos a los primeros que liquidaban es a los genios como él.