El muelle del puerto de Vila con la muralla renacentista y la silueta de los edificios blancos de la Marina, sa Penya y Dalt Vila de fondo quizás sea, junto con la de es Vedrà, una de las imágenes más reconocidas y emblemáticas de la isla de Ibiza. Un lugar, la primera línea del puerto, que en verano es un auténtico hormiguero de gente en busca de un restaurante donde cenar, un garito en el que sentarse a la fresca y tomar una bebida o, simplemente, un lugar por el que pasear y admirar los enormes yates que atracan en el muelle de la Consigna. Una estampa totalmente diferente a la que obsequia el puerto desde mediados del mes de octubre, cuando la mayoría de establecimientos de la zona han echado el cierre y sus dueños (¿por qué a los ibicencos nos gustará más alquilar un local que explotarlo?) se han marchado a sus países con los bolsillos llenos tras una excelente temporada turística. Y es precisamente ahora cuando muchos de los residentes tienen la oportunidad de salir de sus hogares y disfrutar de una isla que en verano les está prácticamente vetada. Sin embargo, en invierno el puerto de Vila tan solo ofrece una larga avenida –sin vehículos, eso sí– para poder pasear los días soleados, pero sin apenas oferta gastronómica que permita darle más vida a un barrio desértico durante los meses de temporada baja. Administraciones y sector privado deberían poner más énfasis en que esta bonita zona de la ciudad de Eivissa tuviera más vida en invierno, como sí tienen pueblos como Santa Gertrudis, donde a veces cuesta encontrar mesa para cenar en febrero.