El hastío provocado por la gedeonada catalanista y sus chuscos y chuscas protagonistos y protagonistas me impulsa a cambiar de tercio y a escribir hoy sobre lo que recuerdo haber leído en mi infancia y adolescencia.

Supongo que mis primeras lecturas fueron las viñetas del TBO, preferentemente las de mi tocayo Melitón Pérez: llamarse Melitón imprime carácter porque no es nombre que se prodigue ni pase desapercibido. También solía leer el reverso de las hojas de aquellos calendarios de taco que llevaban un Sagrado Corazón como portada efímera tratando de comprender sus insólitos refranes, consejos o curiosidades, la mitad de las cuales no alcanzaba a comprender. Las «Rondaies mallorquinas d’en Jordi d’es Recó» de Mossèn Antoni María Alcover, con sus jebos, gigantes, demonios y dragones, me ayudaron a sobrellevar los inevitables periodos de cama resultantes de operaciones de amígdalas o enfermedades menores como la gripe, pero los primeros libros que recuerdo haber leído de cabo a rabo fueron las inefables aventuras de Guillermo, de Richmal Crompton, en lo que más tarde supe que eran magníficas traducciones de Guillermo López Hipkiss para la editorial Molino, que me introdujeron en el mundo anglosajón que tanto ha influido en mí; poco después completé aquella visión infantil con la del mundo adulto igualmente disparatado de P. G. Wodehouse gracias a la lectura de los libros que solían regalarme mis tías cuando las visitaba en Barcelona. Mucho menos impacto me produjeron los de un tal Tihamér Tóth, un sacerdote católico húngaro proselitista, tal vez porque yo ya sentía cierta repulsión innata y prematura por la religión católica, pese a que, como es sabido, es la única verdadera. Otro libro que me impactó fue «Emilio y los detectives» de Erich Kästner; supe más tarde que llegó a vender dos millones de copias en Alemania y fue traducido a nada menos que cincuenta y ocho idiomas. También me impresionó mucho la lectura de «Capitanes intrépidos», de Rudyard Kipling.

Decenas de años después, he releído toda esa literatura y, para mi sorpresa, he vuelto a experimentar muchas sensaciones, si no todas, de las que la primera lectura provocó: la obstinación infantil de Guillermo Brown asegurándole a su bondadosa madre que él no hacía «más que hacer constar un hecho», la desconcertante dedicatoria de Wodehouse a su hija Matilde «sin cuya simpatía y apoyo inagotables este libro se hubiera terminado en la mitad de tiempo», la rudeza de la vida a bordo de un pesquero de un niño rico de diez años rescatado del mar en «Capitanes intrépidos» y algunas otras me evocaron sensaciones similares a las experimentadas decenios atrás. Al monseñor húngaro no me molesté en releerlo porque ya bastante aburrido me pareció en su día. También recuerdo haber leído, ¿cómo no?, a Julio Verne y a Emilio Salgari pero no me impresionaron mucho. En cambio sí lo hizo otro autor inglés, Saki, seudónimo de Hector Hugh Munro, cuyos inquietantes cuentos, particularmente los de animales, me plantearon incógnitas sobre la difícil distinción entre realidad y apariencia que, una vez medio resueltas años después, me resultaron útiles en la vida adulta.

Todas esas experiencias contrastan con la chabacanería provinciana de personajes empecinados en un proyecto imposible y temerario del que ellos mismos, de completarlo, serían las primeras víctimas aunque también de no hacerlo. Se necesita mucha necedad para emprender proyectos inviables en pleno siglo XXI y en el seno de un país miembro de la Unión europea. Vaya usted a saber cuáles fueron sus lecturas infantiles.