Tuve la fortuna de ser expulsado de Deusto por voluntad de los padres jesuitas justo antes de ingresar en tan preciada institución. No me importó que los seguidores de San Ignacio cometieran la mezquindad de notificármelo apenas una semana antes del comienzo del curso lectivo, lo que me obligó a matricularme por libre en la Facultad de Derecho de Zaragoza, aunque me permitió jugar un año más en el juvenil del Real Mallorca y en la selección balear. Dicen que no hay mal que por bien no venga pero a mí el mal se me antojaba entonces tener que estudiar en una institución jesuítica después de haber padecido sus peculiaridades pedagógicas durante diez años seguidos, mitigadas, todo hay que decirlo, por mi status de atleta distinguido (récordman de Baleares en 100 y 200 metros) y jugador imprescindible del equipo del colegio en el que milité desde los trece años. So far so good. La alegría que experimenté al ser rechazado en Deusto fue descomunal, porque ya me veía indisolublemente unido a una gabardina, huérfano del sol y obligado a jugar al fútbol en terrenos más aptos para el salto de los batracios que para mi punta de velocidad.

Aquel Bilbao de hace medio siglo poco tiene que ver con el actual: hoy es una ciudad limpia, ordenada, acogedora y de gran interés cultural, aunque menos por el famoso Guggenheim que por su Museo de Bellas Artes al que considero uno de los mejores de España y sin duda el mejor de las Provincias vascongadas, hoy travestidas en una inexistente Euskal Herría por uno de esos ejercicios de prestidigitación histórica que nuestro país prodiga últimamente. He disfrutado de los inquietantes retratos de Hockney y de los practical jokes de Arcimboldo en forma de pinturas, pero también, y sobre todo, de las impresionantes estructuras metálicas de Richard Serra (¿será de los Serra del Països catalans de toda la vida?) y, por encima de todo, de los alardes gastronómicos de El Globo, cuyos pintxos han ascendido a la categoría de obras de arte minúsculas y efímeras, algunas de las cuales son merecedoras de más de una estrella Michelin.

He visto decenas de carteles en vascuence (incluidas las placas de las calles) pero de los muchísimos centenares de personas a las que que he podido escuchar en la calle o en los bares apenas he oído hablar en tan ancestral lengua a dos adolescentes, lo que da qué pensar. Durante mi breve estancia, el Hertha de Berlín jugó y perdió con los «leones» (!) en la «Catedral del fútbol» (!) lo que explica que lo que más he tenido ocasión de escuchar, tras el sonoro castellano, ha sido el no menos contundente alemán. Son cosas que pasan en un mundo globalizado, frente al cual este ejemplo de modestia municipal: «Deme un mapa de Bilbao. Será mapamundi. Será. Pues ¿de qué orilla?».