Y a el sabio cachondo Mariano Llobet –a quien echo de menos cuando brindo con un palo con ginebra en Ebusus—decía que Can Botino, el edificio que alberga el Ayuntamiento de Ibiza, estuvo muy cerca de convertirse en una casa de putas.

La corriente putera parece hoy imparable y numerosas voces denuncian que las Pitiusas son un gigantesco burdel babilónico. Comparan el Paseo Marítimo con algún malecón caribeño, critican carteles publicitarios por sexistas y especialmente se desgañitan contra los usuarios que alquilan otros cuerpos sin complejo de culpa.

Están que trinan porque las encuestas acerca de los hábitos sexuales de los españoles informan anualmente que los habitantes de Baleares son los más aficionados a ir de putas: El 40% de los varones entre 18 y 49 años (no osan preguntar más allá) acuden con diversa regularidad al mercado de la carne trémula.

El oficio más antiguo del mundo se mantiene al alza y más real que cualquier bitcoin, desde la refinada hetaira a la loba del Pireo.

Existen asociaciones de prostitutas hartas de tanta hipocresía: exigen su regularización, pagar impuestos y cobrar la pensión en su retiro. Alegan además que sería un duro golpe contra la trata esclavizante. El insaciable ministro Montoro da vueltas al caso, que podría sanear las arcas públicas como un polvo rápido. De momento ya incluye su cálculo en el PIB. ¿Ignora que el Pornicontelos, impuesto establecido por Solon sobre las cortesanas, era la mejor renta de Atenas?

Al fin y al cabo la prostitución está de lo más extendida. La política muestra un emputecimiento colosal, algo que resulta mucho más escandaloso que cualquier transacción carnal. Hay puritanos que se venden continuamente y trepas que hasta se ofrecen gratis. ¿Es el mundo un teatro o un inmenso burdel?