Lo malo que tienen los corrillos periodísticos, en las grandes aglomeraciones con valor informativo, como la del día de la Constitución, es que el periodista no puede estar en todos los ‘chau chaus’. Y, claro, solo obtiene una versión parcial del ambiente de la jornada. Uno, que es poco aficionado a los inevitables codazos para colarse en esos corrillos, salió con la sensación generalizada de que desde el PP el entusiasmo por una reforma constitucional es mucho menor que, por ejemplo, en el PSOE. Pero, desde luego, uno se perdió algunas perlas; por ejemplo, ese ‘no digo yo que no’ de Rajoy cuando le preguntaron si él es ahora partidario de introducir cambios en la Carta Magna. Y peor: uno no se enteró de la genial respuesta ante otra pregunta de algún colega que quiso saber si optará a la reelección.» ¿Por qué no voy a poder presentarme? No he hecho nada tan malo», dijo, según parece, el hombre de la sorna gallega.

No sé si los límites de este artículo alcanzan para diseccionar lo que el presidente del Gobierno, que permanece en La Moncloa, no sin turbulencias, desde comienzos de 2012, tras ganar las elecciones de noviembre de 2011, de 2015 y de 2016, haya hecho de bueno y de malo, que me parece que de todo ha habido. Figuré entre sus críticos más acérrimos y ahora, lo admito, ante la enorme crisis catalana, he dulcificado algo mi opinión. Sospecho que ni él ni quienes tan mal le asesoran en materia de comunicación se habrán enterado ni de una cosa ni de otra, ni seguramente los sufridos ‘plumillas’ lo merecemos, desde luego: él está embebido en más altas tareas. Pero uno, en su modestia, está tan legitimado como el que más para opinar sobre si Rajoy debe o no presentarse a una nueva reelección, y para considerar si lo ha hecho bien o mal, o ambas cosas, que es, probablemente, lo más correcto.

Viendo hasta dónde han llegado las aguas en Cataluña, desde donde miles de ‘turistas’ partieron a pasar parte del puente festivo en Bruselas, apoyando a un personaje tan... atípico -vamos a llamarlo caritativamente así- como Puigdemont, uno tiende a considerar que algo mal habremos hecho en el lado de acá para que el odio ‘a Madrid’ se haya extendido tanto entre unos catalanes que seguramente no encontrarían razones para fundamentarlo. Y algo mal habrán hecho los gobernantes nacionales, de Aznar a Rajoy, pasando -y de qué manera- por Zapatero, para que la insensatez independentista haya logrado tales vuelos. Algún día, cuando toque, que ahora no toca, habrá que decírselo al actual inquilino de La Moncloa, que tan satisfecho parece de su propia trayectoria.

Una trayectoria que, desde luego, también acoge puntos positivos, y hasta muy positivos. Si el PP sigue contando con un respaldo mayoritario entre los votantes, por algo será, aparte de la inepcia de algunos de sus rivales: Rajoy da una impresión de solidez y sentido común que es, valga la redundancia, poco común en otros ámbitos. Pero, sin duda, ha encontrado en Albert Rivera un formidable rival por el mismo espacio ideológico que el PP ahora acapara y, encima, Ciudadanos es más transversal. Así que no debería el señor Rajoy erigirse en valladar frente a las reformas que tantos anhelamos. Ese ‘no digo yo que no’, tan poco entusiasta, cuando un periodista le preguntó, en la fiesta de la Constitución, por la reforma de la misma, evidencia muchas cosas.

A Rajoy no le gusta hablar de cambios, ni de reformas, ni de segundas transiciones -esto último lo he comprobado personalmente--. Pero no puede correr el riesgo de dar la imagen de ser el -hombre-que-se-opone-a-los-cambios porque piensa que todo va bien. Y no, no todo va bien, como se constata cuando se mira a los ‘charter’ que han ido a Bruselas, a cómo va la campaña catalana.. y a los problemas, muchos, que quedan en segundo término porque Lo Único, es decir, la angustia secesionista, todo lo tapa, corrupción incluida. En fin, concedamos un período de gracia hasta este 22-D, cuando ya tendremos todos los datos en la mano, antes de emitir algún severo, o elogioso, veredicto sobre si se han hecho, o no, las cosas tan mal. Que no digo yo que no. Ni que sí, a la gallega.