El genial dandy decadente de la brillante acera de enfrente, Oscar Wilde, fue condenado a prisión por sodomía. Ingresó por orgullo, pues una goleta le esperaba para huir a Capri y saborear las rosas del conde Fersen; pero se empeñó en su lucha contra el hipócrita establishment y arruinó su salud –que no su genio—, escribiendo la Balada de la cárcel de Reading.

Nada tiene que ver the King of life con esos mediocres nacionalistas que al salir de prisión se quejaban de la suma crueldad del rancho de la prisión de Estremera por flatulento. Tal vez esperaban que en su confinamiento les sirvieran aire de zanahoria a lo Ferrán Adriá o una becada de Via Veneto. O ingresar en una prisión del Ritz, como algunos primos del mandamás saudí que antes gozaban del verano pitiuso.

Eso en España solo lo conseguía el falsificador Elmyr de Hory, ejerciendo su encanto de húngaro errante incluso tras los barrotes ibicencos. Su amigo Vicente Ribas definía su privación de libertad como “un acontecimiento social que transformaba su celda en el lugar más chic de la isla”.

Pero esto de quejarse de los pedos o lo pasado que estuviera el filete en un tipo que aspira a crear una nueva nación moderna, resulta un esperpento garbancero de lo más ibérico. El delirio que provoca que tanta gente siga a semejantes patanes, que tratan de volver amarga la dulce Cataluña ataviados con una bufanda pollo limón, resulta incomprensible. Es un contagio ordinario como una gripe de mal gusto, de espíritu plano que nada sabe del romanticismo bandolero de Don Juan de Serrallonga, los jardines de Rusiñol, los aforismos rutilantes de Pla o el universalismo de Dalí.

Con el desaguisado de la educación, hoy la cultura es la última mona.