Estos días los fenicios, que diría Mariano Planells, que vienen a darse un garbeo por los Madriles, han disfrutado de dos colas interminables. La que iba al Congreso, porque era jornada de puertas abiertas y así el común, el sufrido contribuyente podía acceder gratis (y no sé si con amor) al magno Hemiciclo y saludar a los ujieres uniformados y galdosianos que tienen como máxima función ponerle un vaso de agua, no al orador de marras porque la oratoria y los buenos discursos ha mucho que desaparecieron del Congreso, sino al parlanchín de turno en el caso que el diputado llegue a la categoría de parlanchín lo que visto lo visto hoy es un logro, verdad Rufián. La otra cola que hiela el corazón del españolito que viene a Madrid el puente constitucional es para conseguir un billete de lotería con el sello de herederos de doña Manolita, para obtenerlo hay dos formas. O haciendo cinco horas colas ante la administración de la Doña que está en la calle del Carmen –justo al lado de la Iglesia donde predicó en el siglo XIX el sacerdote de origen judío mallorquín Josep Tarongí– o bien comprar el décimo con sobreprecio a los muchos gitanos apostados con sus caballetes loteros en la Puerta del Sol. Ver el Congreso porque sale gratis y que te toque la lotería son las dos colas que vertebran estos días Madrid y España. Vivimos en un país donde los políticos son incapaces de planificar el futuro y en el que los ciudadanos se tienen que buscar la vida y peregrinar para encomendarse no a Manolita Carmena, que a esa ya la han calado, sino a la desaparecida doña Manolita, la abuela de la lotería. El país no da más de sí.