Si las elecciones catalanas de hoy son apasionantes, no será por la variedad, ni por la profundidad, ni por la originalidad, ni por la audacia de las ofertas programáticas de las formaciones políticas que concurren a ellas. Como si en Cataluña no pasara otra cosa que la tabarra escisionista, ni tuviera su población otras necesidades vitales más urgentes que la de decidir entre dos banderas, bastante parecidas por lo demás, los partidos en liza recogen hoy el inmerecido fruto electoral de sus estólidas propuestas.

Las desigualdades en Cataluña son hoy tan abisales como en el resto de España, o más si cabe; la aculturación, en catalán y en castellano, manifiesta; el «apartheid» social de las minorías, insultante; el poder de las mafias internacionales que controlan la droga o la esclavitud y la trata de mujeres, brutal; la pobreza de cada vez mayor número de trabajadores, inaceptable; los dislates de la Educación Pública, escandalosos; la calidad y fiabilidad de la polícía autonómica, cuestionadas; la Sanidad, depauperada; la emigración de los mejores talentos, imparable; el comercio tradicional, laminado por las franquicias y por el delirante precio de los alquileres... y así, en fin, la interminable lista de problemas serios, de carencias sangrantes, que las fuerzas políticas locales no se han dignado a abordar, ni de pasada siquiera, en ésta campaña vacía y majadera.

Todos pendientes de los resultados, lo estamos, en realidad, de nada, pues nada hay en el mensaje de ningún partido para el mejoramiento de la sociedad catalana y de la vida personal de cuantos la componen. Tan nada esperamos, incluso en el plano estrictamente politiquero, que sin conocer aún esos resultados ya se habla de repetir elecciones. Hasta el infinito podrían repetirse si los concurrentes son los mismos ambiciosos, gárrulos, ígnaros y fanáticos que se inventarían una y otra vez ésta monserga de los himnos, de las banderas y de los bloques con que han estado vacilando a la gente, a toda la gente.