Pasé la jornada de reflexión en Barcelona, a donde acudí a presentar mi último libro y a participar en algunos programas en el día de las elecciones. Fue una experiencia extraña -jamás, claro, había presentado libro alguno en una de esas cada día más inexplicables jornadas de reflexión- y algo desoladora: recorrí algunos hoteles y restaurantes que había frecuentado en el pasado, entré en algunas tiendas donde me conocían. Comprobé algo que ya sabía: la aprensión, yo diría que hasta el temor, ante lo que pueda depararles, depararnos, el futuro era grande. Desde octubre, los hoteles del centro han perdido casi un treinta por ciento de sus reservas; los de la periferia, un sesenta por ciento.

«Los ‘tour operadores’ ya no nos incluyen en sus programas para 2018», me cuenta, desolado, el director de un hotel en el que me alojé tantas veces y en el que este miércoles desayuné absolutamente solo. Los turistas asiáticos, los del INEM, desertan, lo mismo que las sedes sociales de tantas --¿tres mil quinientas?- empresas. En la ‘boutique’ del Paseo de Gracia en la que un dependiente es un viejo conocido, me dicen que han perdido, desde octubre, más de un veinte por ciento de ventas, por la huida patente de los turistas.

Todos, comerciantes, ultramarinos, exportadores, restauradores, se muestran preocupados: ha disminuido el consumo. Y la tensión ante lo que pueda ocurrir este jueves puede palparse, aunque, a primera vista, un observador casual anotaría una total tranquilidad y normalidad en la calle; faltaría más, respondo a quienes tal me comentan. Las panaderías abren, los autobuses circulan, claro; otra cosa sería el caos. Y aquí no hay caos, sino inquietud máxima. Una repetición de las elecciones, porque los resultados impidan formar Govern, supondría mantener la interinidad, la inseguridad jurídica «y a Mariano Rajoy, que no ha pisado en su vida el Palau de la Generalitat, precisamente como presidente de la Generalitat», me dice, para escenificar la anomalía general, un ex convergente que fue diputado en el Congreso años ha, y que hoy anda en sus negocios, alejado de una política que le ha dado muchos más disgustos que satisfacciones.

En la calle, muchos lazos amarillos, que piden la libertad de los encarcelados, en las solapas. Los varios taxistas a los que he preguntado se mantienen cautos: ¿la independencia sería buena para ellos? «La situación es ya mala», me dice uno. Y calla.

La patente división social que, desde el siglo XIX y desde que comenzaron las inmigraciones, era ya notable en Cataluña, se ha acentuado estos días, en los que en ambientes de una determinada burguesía catalana se puede intuir un cierto supremacismo: «no son como nosotros», comenta Eduardo Mendoza en un lúcido ensayo, que piensan y dicen en esos núcleos burgueses cuando se refieren a los habitantes de los ‘cinturones rojos’ herederos de aquellos inmigrantes andaluces, extremeños, castellanos, aragoneses. Estoy de acuerdo: unos catalanes no son iguales que otros, y la división de clases es más palpable aquí que en otras autonomías españolas, donde la integración es mayor. Esa división de clases incide, claro, en la división irreconciliable del voto.

Recordé, con nostalgia, aquel día de noviembre de 2010 en la que un grupo ilusionado de periodistas presentamos, en el Museo del Mar barcelonés, el nuevo Diarocritic de Catalunya, un digital bilingüe con pretensiones de enlazar las dos orillas. Asistieron, como una piña, en amable convivencia, representantes de todas las formaciones políticas, desde Carod Rovira, por Esquerra, hasta Oriol Pujol, por Convergencia, pasando por Jordi Casas, Dolors Montserrat, Joana Ortega, Iceta o Albert Rivera. Por aquellas fechas, Artur Mas, en una conversación que con él mantuve en la ex sede de la ex Convergencia, me dijo que «ser independentista es ser retrógrado».

Cerramos el periódico menos de dos años después, cuando el estallado del ‘procés’ el 11 de septiembre de 2012, hizo imposible cualquier proyecto semejante a aquel. La convivencia había terminado. Y el querido colega al que nombramos para dirigir aquella aventura, harto de improperios e insultos, decidió que debíamos tirar la toalla.

Pensé que aquel había sido uno de los días más tristes de mi vida. No sabía lo que todos íbamos a sufrir cinco años después, el 1 de octubre de 2017. O en esta jornada de reflexión, en la que fui desconvocado para participar en un medio público, porque el libro que presentaba no había, al parecer, gustado mucho en ‘las alturas’. Fue una jornada, sobre todo, angustiada ante la aprensión de que puede que nada se resuelva, ante las elecciones más importantes, más desgraciadas, de la historia democrática de mi país, España.