Borges aconsejaba tratar de no tener razón de un modo triunfal, pero no me queda más remedio que constatar, a mi pesar, que cuanto escribí respecto al tratamiento de la crisis catalana se ha revelado certero: ha resultado tardío, insuficiente y muy contraproducente, por cuanto ha conseguido consumar la escisión irreparable de una sociedad una parte de la cual está dispuesta a arruinarse embriagada en ansias nunca colmadas y siempre aplazadas de independencia.

Será interesante observar lo que opinan ahora los habituales flabelíferos del señor del manejo magistral los tiempos, cuya inacción primero y pusilanimidad después han empeorado muchísimo un problema que tenía solución ya que, como dice el refrán, «a grandes males grandes remedios» y se eligió el pequeño del 155 frente al grande e infalible del artículo 116 de nuestra Constitución.

En estas condiciones, cabe esperar que la inversión extranjera, que ya caído un 75% en Cataluña, prácticamente desaparezca, que aumente sensiblemente la tasa de desempleo y que prosiga la fuga de empresas a otros lugares menos inciertos de la geografía española, aunque todo eso son minucias intrascendentes frente a la grandeza de la patria soñada por algo menos de la mitad de la población catalana.

A lo mejor hay un resultado positivo en todo el desaguisado creado por los dos grandes partidos que han rivalizado en incompetencia buenista y oportunismo desorientado y tal vez se ponga fin de una vez a ese bipartidismo que ha compartido artificiosidad con el de la Restauración en los últimos cuarenta años. El hecho es que apenas quedan tres pilares sobre los que sustentar una muy necesaria regeneración de España, a saber, la monarquía, la mayoría del pueblo español y el partido político Ciudadanos si es que consigue una implantación a nivel nacional como la que ha conseguido en la comunidad autónoma de Cataluña.

Frente a lo que proclaman los independentistas, hay un claro perdedor en este proceso y es la sociedad catalana en su conjunto.