Dicen que la nostalgia es, acaso, la más negativa de las pasiones de un ser humano. Porque paraliza, no construye. Y ahora vivimos días nostálgicos: por las publicaciones de nuestra fogosa juventud que han cerrado, por aquella Gran Vía que no volverá, porque los tiempos pasados fueron siempre mejores -y eso sí que casi nunca es del todo verdad--... Y ahora, el país, incapaz de dar el necesario salto hacia adelante, se ahoga aferrándose a un pasado que tiene una vigencia imposible. Entre otras razones, porque hemos entrado en una coyuntura demencial, por la que nadie había pasado antes.

Pensé lo que antecede porque he visto este miércoles a dos padres de la Constitución regresar al Congreso para explicar a los diputados su visión de las posibles reformas de la norma fundamental, que este año celebra su cuarenta aniversario. Tanto Miguel Herrero Rodríguez de Miñón como José Pedro Pérez Llorca -y Miquel Roca, que compareció por la tarde ante la comisión correspondiente- son veteranos en activo, con un glorioso pasado de servicio al país. Y fueron tratados por Sus Señorías actuales con el respeto, el mimo y la cierta condescendencia que se conceden a nuestros abuelos: a más de un parlamentario se le escapó la aseveración de que los tres padres de la Constitución están «todavía» vivos; les aplaudieron, se narcotizaron con las explicaciones de los tres padres de la Patria y los abandonaron a su suerte por los pasillos parlamentarios en los que antaño brillaron. Creo que nada útil salió de allí: pertenecen a una generación pasada, de la que los agresivos dirigentes de las actuales formaciones ni esperan ni quieren nada. No son ya de esta época.

De ahí mi nostalgia. Porque nada nuevo ha venido a sustituir a esos personajes que hablaban en la Cámara Baja teniendo como fondo, colgados sobre sus cabezas en la llamada sala constitucional, sus propios retratos jóvenes, de cuando emprendieron la aventura de hacer una nueva Constitución, la de 1978 que ellos saben -todos sabemos- que se ha quedado vieja: sin duda sirve, pero hay que parchearla bastante. Cuarenta años de sucesos trepidantes dan mucho de sí.

Y también me sentí repentinamente nostálgico porque la calidad como parlamentarios, como técnicos de lo jurídico y como intelectuales de los ‘padres de la Constitución’ supervivientes contrasta notablemente con la de alguna de las Señorías que les interrogaron -y les aplaudieron, extasiados--. Para luego despedirlos con alivio: no resisten las comparaciones. ¿Ha pasado la época de Herrero, de Pérez Llorca, de Roca i Junyent? ¿O todavía ofrecen soluciones nuevas, que sus descendientes en los escaños ni siquiera se atreven a manejar ni a solicitarles?. Ellos, los tres, son ya espíritus libres; quienes les interrogaban viven sujetos a la dictadura del ‘aparatariado’, a las convenciones y, sobre todo, a los intereses.

Por eso pienso que la reforma constitucional está muy verde. No porque nadie ponga ideas sobre la mesa -los ‘padres’ de 1978 sí que las pusieron este miércoles--, sino porque nadie parece querer ponerlas en práctica. Sabiendo que se ha iniciado una era muy nueva, inédita, seguimos, o siguen, no obstante, anclados en las viejas fórmulas. Allí, los más jóvenes eran los tres septuagenarios que proponían abiertamente unas reformas meditadas ante las que otros, sus sucesores en el escaño, arrastran los pies. Ah, los buenos viejos tiempos..., parecían decir Sus Señorías, escuchando el verbo castelarino de los tres ‘padres constitucionales’, a los que ninguna formación había pedido, hasta ahora, asesoramiento alguno en la materia de la regeneración política.

Lo que nadie parecía calibrar seriamente es que aquellos viejos y no sé si tan buenos tiempos ya no van a volver, y que hay que ponerse ya, pero ya, manos a la obra con urgencia para continuar la tarea que los tres iniciaron en aquella ahora por algunos denostada primera transición. Y que ahí sigue, sin evolucionar.