Hay quienes siguen pensando -¡allá ellos!- que la respuesta del Gobierno español al desafío independentista de las autoridades de la Comunidad autónoma de Cataluña fue oportuna, moderada y acertada. Yo lamento tener que decir que a mí me pareció y sigue pareciéndome tardía, excesivamente moderada y profundamente errónea.

La aprobación de la llamada ley de desconexión en el parlamento (!) de aquella Comunidad autónoma se llevó a cabo el 7 de septiembre y pese a su camuflaje jurídico contenía ya los requisitos esenciales de un golpe de Estado; aún así, el Gobierno de la Nación se limitó a impugnar sus disposiciones ante el Tribunal constitucional, cuando lo correcto, a mi juicio, hubiera sido aplicar el artículo 116 de la Constitución española desarrollado por la ley orgánica 4/1981, de 1 de junio, cuyo artículo 13 faculta al Gobierno a solicitar al Congreso de los Diputados la declaración del estado de excepción cuando «el normal funcionamiento de las instituciones democráticas resulte gravemente alterado» y, de concederse dicha autorización, adoptar medidas drásticas temporales que, entre otros efectos, hubieran tenido el de impedir la celebración del simulacro de referéndum que se celebró a trancas y barrancas el 1 de octubre.

En lugar de esa respuesta contundente, el Gobierno se reveló incapaz de impedir dicha celebración y sólo recurrió a aplicar el artículo 155 de la Constitución una vez proclamada la efímera llamada ‘República catalana’. A este respecto, lamento tener que decir que tanto la aplicación como el añadido de una convocatoria electoral a todas luces prematura, como el tiempo ha demostrado, constituyeron un auténtico despropósito. Tengo serias dudas de que la destitución de las autoridades de una Comunidad autónoma pueda tener aval de constitucionalidad en los términos en que está redactado el artículo 155.2 de la norma suprema, ya que únicamente faculta al Gobierno para «dar instrucciones a todas las autoridades de la Comunidad autónoma» tal como hace el artículo 37 de la Ley fundamental de Bonn, que atribuye al Gobierno federal un Weisungsrecht o facultad de dar órdenes (que no «instrucciones») a las autoridades y funcionarios de los Länder.

Siguiendo la tradición de la teoría de la soberanía expuesta anteriormente por Bodino y Hobbes, Max Weber teorizó, en su famosa conferencia «Politik als Beruf», sobre el monopolio legítimo de la violencia que ostenta en exclusiva el Estado de conformidad con el Derecho. Ese monopolio de la fuerza coercitiva conforme a las normas jurídicas que lo regulan y limitan es elemento esencial del Estado y por eso es obligación suya hacer uso de él cuando alguien pretende ponerlo en entredicho mediante actos, ya sean éstos violentos o no.

La pusilanimidad del Gobierno no sólo no ha puesto freno a la aspiración separatista, sino que, en mi opinión, la ha reforzado y ello se ha debido a su incapacidad de diagnosticar y comprender los mecanismos de la pulsión soberanista y a su temor a ejercer ese monopolio de la coerción física que es la única garantía eficaz para cortarla de raíz. Mientras tanto, la farsa continúa y continuará hasta extremos más que grotescos, surrealistas. Humpty Dumpty se lo explicó a Alicia con claridad al asegurarle que sus palabras significaban lo que él quería que significaran porque «lo importante es quién manda aquí».