Perdí el avión de vuelta a España y he tenido que cambiar el apoteósico arroz de matanzas de San Antonio por un caribeño congrí. Pero bueno, La Habana es una tentación exuberante y siempre rezuma ritmos contagiosos como el mambo, la salsa, boleros, la rumba… y mariachis a los que son muy aficionados los melómanos cubanos. Es reconfortante saber que en esta isla de son no gustan de la música electrónica. Con la cantidad de buenos músicos y el talento danzante, si se les pone un pinchadiscos con su ritmo robótico, lo botan a machetazos.

Decía Oscar Wilde que la única forma de librarse de una tentación es cayendo en ella. Es un buen consejo no apto para tibios. Y las tentaciones habaneras son más agradables que las noruegas. Así he podido subir a la fortaleza del Morro y darme un paseo por la feria del libro, charlar con lolitas turbadoras que cantaban los versos de Martí, escolásticos que despotrican contra la invasión evangelista subvencionada por Rockefeller, marxistas trasnochados que criticaban mi decadente hedonismo…y un romántico filósofo alemán, que cambió los fríos sistemas del estado prusiano de Hegel para descubrir el sansara habanero. Los conceptos se quedan inútiles. Hernán Cortés, en una carta a Carlos I, hablando de lo real maravilloso del Nuevo Mundo, dice: “Por no saber poner los nombres a estas cosas, no los expreso”. Las palabras se quedan cortas ante la realidad deslumbrante. Por eso la filosofía occidental ha llegado a un callejón sin salida. Por eso el romántico alemán se vuelto poeta, se ha casado con una mulata Wilson y se ha dado cuenta que con el corazón se ve más y mejor que con la razón.

Ahora bien, en cuanto regrese, Vicent de Kantaun, que es un filósofo ibicenco, faunesco y presocrático, me preparará el arroz de matanzas.