He pasado toda mi vida en escuelas e institutos, como alumno y como profesor. Como lo hizo mi padre. Así que conozco el paño. ¿Y qué he visto? Pues de todo. Siendo niño y adolescente tuve que soportar el adoctrinamiento del nacional-catolicismo a través de las llamadas asignaturas ‘marías’ (las de política, religión y gimnasia), asignaturas a las que nadie hacía puñetero caso. Luego, ya de joven, en el ámbito universitario, me encontré con profesores predicándonos los axiomas (’científicos’, por supuesto) del marxismo-comunismo.

Eran los axiomas indiscutibles que solo cuestionaban los despreciables ‘burgueses reaccionarios’. Y de mayor, ¿qué he presenciado? Nada más ni nada menos que el apostolado nacional-catalanista en todas las formas imaginables: presentado a las claras, a través de materias tanto técnicas como humanísticas, por parte de profesores o por parte de las llamadas políticas de centro, a través de las clases lectivas o por medio de actividades culturales. O a través de sindicatos, de asociaciones estudiantiles o de padres de familia. O a través del clima escolar alimentado por quienes sutilmente procuraban catalogar como ‘fachas’ a los discrepantes.

¿Cuándo empezó esta última etapa? Al principio se manifestó en la defensa de una lengua (el catalán), defensa a la que un servidor se sumó ilusionado para que entrara en las aulas como asignatura y pudiera, además, servir como idioma vehicular si así lo eligieran libremente los alumnos.

Pero las cosas cambiaron con el tiempo. Del proyecto de libre elección lingüística se pasó a la imposición obligatoria de uno de los idiomas creando enfrentamientos que hubieran podido evitarse con un mínimo de tacto e inteligencia. Y además, y poco a poco, se fue calentando cada vez más el ambiente para que a través del tema lingüístico se transmitieran contenidos más políticos que simplemente culturales.

Y aquí andamos ahora, con dos clases de profesores: los para mí correctos y los otros. Los primeros imparten sus materias y favorecen la expresión libre de ideas y contenidos para que, enfrentándolos entre sí, sus alumnos adquieran puntos de vista propios y críticos. Los segundos son los maestros del apostolado doctrinario, los que se esfuerzan en ‘concienciar’ a los alumnos para convertirlos en militantes idénticos y manejables al servicio de los actuales dioses incuestionables: la lengua y la nueva patria redentora.

Esta clase de profesores militantes son también el resultado del adoctrinamiento que ellos padecieron (en escuelas y facultades) y que los configura como piezas de una cadena que pretende alargarse hacia el futuro venidero para una salvación colectiva, salvación ya casi más religiosa que simplemente política. Y así vamos.

¡Qué necesitamos, por lo tanto? Sobran curas-profesores de apostolado militante y urgen maestros como corresponde tenerlos en una sociedad abierta y democrática, o sea, unos maestros a favor de una educación libre, laica y crítica apartada de monjes y monjas escolásticos, una educación que enseñe a pensar y no lo que pensar. Y que no establezca metas ni cielos definitivos, estos cielos que no son otra cosa sino jaulas en las que encerrar el pensamiento y el espíritu.