El independentismo ha entrado en una dinámica autodestructiva. La derivada judicial, la insumisión de la CUP, la lucha sorda por la hegemonía y la clara colisión de intereses entre el fantasma de Waterloo y el preso de Estremera son señales de descomposición de una causa definitivamente fallida.

No obstante los acontecimientos de la semana pasada hacen creer que se mantiene el pulso a la legalidad. La sospecha llegó con el nombre pactado del candidato a la presidencia de la Generalitat. No olvidemos que Jordi Sánchez, ex presidente de la ANC, fue un alto responsable de la trama civil del golpe al Estado. Y por eso sigue encarcelado en Soto del Real.

O sea, «inelegible», según doctrina del Tribunal Constitucional ya aplicada al propio Puigdemont, que pone el manos del Supremo la decisión de autorizar o no la excarcelación de un diputado electo. La investidura ha de ser presencial y con permiso del juez. El ex presidente de la Generalitat no cumplía ninguno de los requisitos. Sánchez, solo uno, la presencialidad, si el juez Llerena lo permite. Y no parece estar por la labor, si nos atenemos a los argumentos de sus resoluciones anteriores. Si otras veces negó el permiso por riesgo de reiteración delictiva, los motivos del juez se rearman con la última alocución pública de Puigdemont y la fuga de la ex diputada de la CUP, Anna Gabriel.

Sin haber sentencia firme, su derecho a la participación política está intacto. Pero ningún derecho es absoluto. El ejercicio de éste también tiene sus límites. Al propio Jordi Sánchez y a Junqueras ya les negó el permiso para asistir a la constitución del Parlament, a la fallida sesión de investidura del 30 de enero y al pleno del jueves pasado. Lo que cuenta es el fuero de independencia, que es inherente al juez. Y en un sistema de separación de poderes, no es de peor condición que el del gobernante (Ejecutivo) o el del parlamentario (Legislativo).

Hay más respecto a la aparente reiteración del desafío al Estado. Por ejemplo, la creación de un «Consejo de la República» en Bruselas, para mantener viva la llama de la internacionalización del conflicto. O la resolución aprobada el jueves pasado con los votos independentistas, cuya representación no llega ni a la mitad de los votantes, reconoce la «legitimidad» de Puigdemont, el mandato del referéndum ilegal del 1-O y la ratificación de sus efectos en las urnas del 21-D.

Eso es tanto como decirle a los catalanes y al resto de los españoles que el independentismo no admite su fracaso. Bueno, más dura será la caída, si reparamos en unos antecedentes que acreditan la firmeza de las instituciones.

El propio Puigdemont la reconoce. Como la ley no le permite ser candidato, da un paso atrás. Se despachó a gusto desde su confortable burladero en Bruselas. Pero solo verbalmente. Lo cierto es que con su renuncia «provisional», se ha rendido al 155.