Aunque los toros están prohibidos en Catalunya y semiprohibidos en Baleares, por hora de la verdad se entiende cuando el torero con la muleta plegada, blande la espada para matar al morlaco y este arranca. Es el momento cenital de la corrida en el que el torero se la juega. Pues eso es lo que le ha pasado a Puigdemont, ha llegado su hora de la verdad no sé si propiciada por él o por los suyos o por el Centro Nacional de Inteligencia en coordinación con la policía alemana. Lo cierto es que ya está Puigdemont en capilla, en una cárcel teutona, esperando saltar dentro de 45 días al ruedo de la Audiencia Nacional teniendo en el palco de autoridades al juez Pablo Llarena. No sabemos si se llevará las dos orejas y el rabo o saldrá corneado, tampoco sabemos por qué abandonó la comodidad y seguridad de Wateerloo y transitó por países menos protectores donde está muy penado el delito de rebelión. Tampoco sabemos por qué no se quedó en Suiza con la Gabriel y la Rovira. Lo cierto es hay algo de absurdo en todo esto. Ahora da la impresión de que toda esta gente estaba descomponiendo un país con la seguridad de que no les iba a pasar nada de nada. Es decir, casi como niños que juegan con petardos. Pensaban que podían independizar un trozo de España unilateralmente sin tener en cuenta ni siquiera a la mitad de los catalanes, ni a Felipe VI. Y para ello dispusieron una maquinaria institucional que lo iba triturando todo pero que también ha dejado tal cantidad de pruebas incriminatorias en manos del juez Llarena que el asunto tiene para ellos muy mala pinta. ¿Qué fácil hubiera sido, Carles, convocar elecciones cuando te lo dijeron, antes del 155?